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Reportaje:

Óleo, sangre y tinta china

La doble vida pictórica de grandes escritores, rescatada en exposiciones y libros

Javier Rodríguez Marcos

La poesía es como la pintura (Ut pictura poesis). El equívoco empezó el mismo día en que alguien sacó de contexto esa frase de la Poética de Horacio. Lo que para el autor latino era una comparación -como un cuadro, un poema puede necesitar cercanía o distancia, luz o penumbra-, para sus intérpretes más apresurados se convirtió en una identificación. A partir de ahí, los detectives de la inspiración empezaron a buscar la fuente común de la que brotaba el arte único, ya tomara la forma de un dibujo o la de una novela.

La identificación entre línea y letra, de hecho, arrecia en el caso de los escritores que dedicaron parte de su tiempo a la pintura. A ellos ha consagrado el novelista estadounidense Donald Friedman Y además saben pintar, un volumen que Maeva acaba de publicar en España y que reúne más de 200 obras de un centenar de autores: de Dostoievski a Jonathan Lethem, pasando por Kafka, Faulkner, Proust, Jack Kerouac, Günter Grass, Sylvia Plath o John Updike, que firma además el epílogo del libro. Entre ellos, sólo dos españoles, Lorca y Alberti.

"En sus cuadros buscamos lo que ya sabemos de un autor", dice Friedman
La pintura fue la salvación para Mercè Rodoreda y Hermann Hesse

Para Friedman, "es lícito preguntarse si, en un escritor, el impulso de crear obras visuales es el mismo que mueve sus expresiones literarias". Eso sí, que el árbol de la escritura y el de la imagen puedan tener las mismas raíces no significa que el color de las hojas sea el mismo. "Al contemplar la obra plástica de un escritor", argumenta, "buscamos relaciones con lo que ya conocemos. Esperamos imágenes surrealistas de André Breton y el retrato informal de Dylan Thomas borracho; pero qué sorpresa ver a Flannery O'Connor, tan gótica ella, como dibujante humorística; a Joseph Conrad haciendo dibujos a pluma de chicas sexy, o a Charles Bukowski saliendo de su infierno para ofrecernos representaciones infantiles de aviones, coches y perros".

No obstante, antes del estallido de subjetividad del siglo XX, pintar, incluso para un escritor, era una asignatura más en la formación de las clases altas. Como apunta Updike, "las habilidades del caballero a la antigua usanza solían incluir la capacidad de reproducir un paisaje, del mismo modo que un hombre de clase media sabe hoy en día manejar una cámara de fotos". De ahí la soltura de los dibujos de Victor Hugo, Goethe, Puskin o las hermanas Brönte.

Aunque para autores como William Blake, su obra literaria y su obra pictórica tienen el mismo origen, son mayoría los que subrayan las diferencias entre ambas. A veces a favor de la literatura; otras, en su contra. Según J. R. R. Tolkien, que ilustró algunos de sus relatos, la imagen mata la imaginación. De hecho, es difícil leer El libro de la selva sin pensar más en Disney que en Kipling, otro escritor dibujante. Para Henri Michaux, entretanto, y más allá de la mera ilustración, la simultaneidad de la pintura es superior a la linealidad de la escritura: "Los libros son aburridos de leer. El camino está trazado, es de vía única".

La obra pictórica de Michaux se expone hoy casi a la misma velocidad con que se reeditan sus libros. Si para el poeta belga, la literatura fue la puerta de entrada, y el arte, la de salida, para otros muchos fue al revés. Entre ellos, Evelyn Waugh, John Berger y Gao Xingjian.

Muchos novelistas empezaron ganándose la vida como pintores. Algunos la salvaron por serlo. Fue el caso de Hermann Hesse, al que un ayudante de Jung, con el que se psicoanalizaba, le animó a pintar como terapia para superar una crisis mental. Y fue, en parte, el caso de Mercè Rodoreda. En La otra Rodoreda, la muestra que La Pedrera de Barcelona dedica actualmente a la obra pictórica de la autora catalana, pueden verse algunos de los cuadros y collages que, durante su exilio parisiense de los años cincuenta, le sirvieron de refugio ante la imposibilidad de enfrentarse a una nueva novela.

El que no se salvó fue Bruno Schulz, del que acaba de aparecer Madurar hacia la infancia (Siruela), una antología de relatos y dibujos. El narrador polaco empezó como profesor de pintura en un instituto y terminó como protegido de un SS que presumía de tener un pintor-esclavo-judío que le pintaba murales para el dormitorio de su hijo a cambio de comida. En 1942, un funcionario de la Gestapo, rival de su protector, lo reconoció en una calle de Drohobycz, sacó la pistola y lo mató.

<i>Silla con libros,</i> acuarela de Hermann Hesse (arriba).
Silla con libros, acuarela de Hermann Hesse (arriba).HERMANN HESSE EDITIONS ARCHIV

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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