Memorias del 'Made in Italy'
Una exposición recorre un siglo de arte y diseño de la mano de 50 marcas míticas
La historia de las grandes marcas italianas entra por los ojos; se renueva sin cesar, se reinventa con un gesto. Vean si no el feliz y brusco nacimiento de la empresa de sombreros Borsalino: un hombre pegó a otro un estacazo en la cabeza, y el hueco quedó tan bien que marcó tendencia.
Todo empezó a mediados del XIX. Los príncipes andaban moribundos o en fuga; los Papas habían colmado su capacidad de acaparar la desmesura, los nobles se entregaban al moderno mal del despilfarro y el mecenazgo en Italia ya no era lo que había sido.
Entonces llegó, manu militari, la unificación (1861), y con ella la burocracia y el fascismo, Cinecittà y los 50 distritos industriales, los barrios burgueses y la publicidad, el cinquecento y el poderoso influjo del amigo americano. Los empresarios no perdieron el tiempo. Mientras unos exportaban la mafia, otros, más pacíficos pero no menos ambiciosos, tiraron de tradición y furbizia (agudeza), y aplicaron su genética para la invención y la creatividad a la venta (sin palabras o con muchas palabras) y el envoltorio fino.
Sociedades como Perugina, Lavazza, Peroni, Barilla, Alfa Romeo y tantas otras comenzaron a elevarse sobre el resto recurriendo a los artistas para pensar, elaborar y vender sus productos. Se convirtieron en los nuevos mecenas: encargaron carteles y dibujos, objetos y prototipos, logos y anuncios. Crearon envases nunca vistos, macarrones de formas novedosas, diseñaron bicicletas con motor, zapatos y vestidos que parecían, y a veces eran, obras de arte.
Una vez renovada la receta romana (lujo + inteligencia = buena vida), nació la marca de país más rentable jamás creada. Se llamaba Made in Italy.
Éste es, a grandes rasgos, el fascinante relato cultural, social y económico que narra la exposición Logos de Italia, recién abierta en el museo nacional Castel Sant'Angelo de Roma y que puede visitarse hasta el 25 de enero.
Subtitulada Historias del arte 'di eccellere' (de brillar, y también de ser excelentes), la muestra arranca con las dos empresas pioneras -ambas se daban a la bebida, la licorera calabresa Amarelli (1731) y la cervecera Peroni, fundada en 1846-; pasa por la industria alimentaria de principios del siglo XX (chocolate Perugina, ollas Lagostina, pastas Barilla...), se detiene a mitad de siglo en los muebles de Zanotta o las lámparas de Guzzini, abraza la dolce vita de los modistos, las terrazas Martini y las divas calzadas con joyas, y acaba en las futuristas construcciones del pujante presente exportador.
La muestra se divide en tres secciones: la memoria, la identidad y el futuro. Historias de marcas, Historias de nombres y Lugares de amor. El corazón es Historias de marcas, que a su vez se divide en cuatro espacios: comunicación, arte, diseño e innovación. En la primera se aprecia la riqueza de soportes y recursos empleados para seducir al cliente. Entre los éxitos, el agua efervescente natural Ferrarelle ("¿lisa, con gas o Ferrarelle?") el boom de la vespa en los años cincuenta y sesenta y las fotografías de Oliviero Toscani para Benetton.
El paseo por las mazmorras y salones del antiguo castillo papal desborda talento y pasión emprendedora, solidez y finezza. El lema parece ser "esto consiste en vender, pero sin que se note (estúpidos)".
Quizá de ahí, la gran variedad de formatos: de los dibujos de Emma Bonazzi (en arte Tigiù) y los carteles post románticos de Depero y Séneca, a los cartones animados de Armando Testa para los cafés Lavazza y Paulista, y, cuando toca, los documentales con cineastas y actores famosos. Tres ejemplos: Bertolucci y su filme para la petrolera Eni (La vía del petróleo, 1967); Antonioni con la espléndida Mónica Vitti vendiendo glamour, y la ironía sin prejuicios de Mina, madre soltera, cantando para Barilla, durante el Concilio Vaticano II: "Cocina para tu hombre".
La parte dedicada al arte permite entender otro secreto a voces del buen patrón italiano: el talento cuesta dinero, pero se paga. Y es igual si viene dentro o de fuera: Palladino, Guttuso, Dalí (que colaboró con Alessi haciendo una escultura titulada Objeto inútil), e incluso Andy Warhol, autor de los carteles de la campaña de Martini en EE UU.
En la sala Historias de nombres se cuenta la participación de personajes y familias que marcaron el camino del mecenazgo industrial. Se trataba de ser distintos y parecerlo. De ser, si no mejores, más refinados. Populares y simpáticos, eso nunca estorba. Pero jamás vulgares.
Son más de 50 empresas, presentes con 250 piezas y objetos que han recorrido el mundo. Ahí están los revolucionarios biberones y chupetes de Chicco, el logo y la madera de Alfa Romeo, el caballito rampante de Ferrari, las botellas retornables de Peroni, los zapatos-escultura de Prada, los sillones y sofás de Giovanetti donde tanto descansó Fellini, los cubos de basura alto diseño de Kartell o la futurista arquitectura de Fuksas para albergar sedes de automóviles o bodegas.
La lección del fiel vendedor acaba en los lugares de las empresas con arte: los territorios que han alimentado la creatividad y que serán la excelencia del futuro. Elegancia, estética y buena vida siguen siendo sinónimos de Italia. Viendo esta exposición, sólo queda asumirlo: unos lloran la crisis, los italianos la cabalgan con estilo y un punto de nostalgia.Son 250 piezas que han recorrido el mundo, desde biberones a zapatos
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