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Reportaje:INTERNACIONAL2008

Alta tensión. Esperando una nueva era

CUANDO CASI TODO CAMBIÓ

2008 trajo la primera crisis económica global y llevó al poder en EE UU al primer presidente negro. Sólo por estas dos grandes sacudidas -incertidumbre y esperanza para 2009-, el turbulento año que acaba pasará a la historia a lo grande.

Pero hubo muchas más cosas. De las dos guerras formales del escenario internacional, la de Irak fue a mejor y la de Afganistán se complicó. La actividad terrorista de Al Qaeda disminuyó, pero los atentados de Bombay a finales de noviembre recordaron brutalmente que muchos de sus grupos franquicias o autónomos no van a dejar de matar. 2008 fue un año perdido -uno más- para el conflicto entre israelíes y palestinos: se estancó el acuerdo de Anápolis, no reconocido por los fundamentalistas de Hamás; se bloqueó, de nuevo, la política israelí y se consolidó la ruptura entre los palestinos. Y dos de las vergüenzas de la humanidad, Congo y Sudán, siguieron siendo eso: vergüenzas.

La crisis económica ha marcado el año. El frenazo, agudizado en la segunda parte de 2008 -aunque la recesión en EE UU, acabamos de saber, empezó en diciembre de 2007-, coincidió con la caída de los precios de los alimentos y de las materias primas. La globalización -de los desequilibrios y de las ventajas, enormes para un elevado número de países en desarrollo- se puso en cuestión y uno de los posibles efectos perniciosos sería una ola de proteccionismo. Por lo pronto, la crisis ha dejado perplejos a los norteamericanos, que después de darse de bruces con las hipotecas basura y su efecto de castillo de naipes, se enfrentan a la recesión y a unos niveles de paro insólitos; la misma crisis está alterando el paisaje sociopolítico chino, dejando sin dinero a Moscú y sin respuestas comunes a la UE. El mundo multipolar que quiere el presidente electo Barack Obama entra en una etapa, quizá prolongada, de vacas flacas.

En 2008, el presidente George W. Bush aprovechó su último año en la Casa Blanca para farfullar alguna disculpa por los errores cometidos y confirmar que el mundo no es como creyó después de los atentados del 11-S; este mundo multipolar, aunque asimétrico, comprobó a su vez que Rusia quiere volver al escenario internacional por las buenas y por las malas; que China es capaz de organizar unos Juegos Olímpicos, pero no de gestionar las repercusiones de la crisis, y que los países emergentes son ya actores permanentes de la escena. Por si faltara algo que contribuyera a asustar aún más a la economía, los nuevos piratas globales secuestraron en el océano Índico el Sirius Star, el superpetrolero más grande del mundo.

El 1 de enero de 2008, un atentado suicida en Bagdad mató a una treintena de personas. Podría haberse interpretado como el anuncio de una nueva fase sangrienta en Irak tras el éxito relativo de la estrategia del general Petraeus, pero no fue así. Como señalan las estadísticas del Iraq Index, que Michael O'Hanlon dirige para la Brookings Institution, la situación dista aún mucho de ser normal, pero de los atentados diarios con coches bomba, la muerte de soldados y los ajustes de cuentas se ha pasado a la progresiva reconciliación entre las facciones iraquíes, el afianzamiento del Gobierno y el Parlamento, el debilitamiento de Al Qaeda y la mejora de la economía.

EE UU e Irak acaban de firmar dos acuerdos políticos y militares que prevén la retirada de las tropas en 2011 y la redefinición de su papel ya desde 2009. Además de la trascendencia del pacto, ha sido un éxito la difícil negociación entre los iraquíes: el Gobierno logró el respaldo de la minoría sunita y acordó celebrar un referéndum en 2009 sobre los acuerdos, criticados sólo por los radicales chiítas ligados a la milicia Mehdi del clérigo Moqtada al Sadr, que mantiene su cese temporal de actividades.

A la espera de que se vayan las tropas, los que sí se retiraron masivamente en 2008 fueron los periodistas, otra señal de que la guerra ha entrado en una fase distinta. El despliegue informativo en Irak es muy caro; el interés en EE UU y en el resto del mundo ha descendido, y, no menos importante, es mucho menos atractivo cubrir la reconstrucción de Irak que su destrucción.

La otra cara de la moneda es Afganistán. La guerra va mal, en parte debido a la insuficiencia de tropas para combatir a los talibanes instalados en la frontera con Pakistán y en otros lugares y garantizar la seguridad. Las fuerzas de la OTAN suman 60.000 soldados -la mitad, estadounidenses- a los que hay que añadir, con las debidas limitaciones, 140.000 miembros de los cuerpos de seguridad afganos. Es claramente insuficiente para un país más complicado que Irak. Obama ha prometido duplicar los soldados de EE UU, pero pedirá al resto de los países de la OTAN aumentar sus escasos contingentes afganos.

Toda la ayuda que se dé jamás será excesiva: como reflexionó Luis Prados, responsable de la información internacional de EL PAÍS, tras haber visitado Afganistán: "Occidente se juega en este país de geografía imposible su seguridad y su credibilidad. Abandonar a los afganos al fanatismo no es una alternativa".

Que la guerra en Afganistán acabe bien o mal depende en parte de Pakistán, el aliado más inestable de EE UU y un país clave para la seguridad internacional que combina todos los ingredientes de un cóctel molotov gigante: un arsenal nuclear, un peligroso servicio de inteligencia, poderosos grupos de islamistas radicales y descontrol de las zonas tribales de la frontera afgana.

Después del asesinato de Benazir Bhutto hace un año, y del abandono del poder por parte del general golpista Pervez Musharraf a mediados de éste, el viudo de Bhutto, Asif Ali Zardari, ganó las elecciones. Su poder es frágil porque no controla aún el Ejército ni los servicios de espionaje, pero Zardari ha sorprendido a los que pronosticaban la catástrofe recordando su pasado: ha negociado bien con el Fondo Monetario, está reforzando los poderes civiles y ha suavizado la relación con Nueva Delhi. Sabia decisión: se da por hecho que los grupos terroristas que sacudieron India durante la última semana de noviembre -causando lo que se conoce como el 11-S indio, con casi 200 muertos en los atentados de Bombay- salieron de Pakistán, un país que, en todo caso, "va a estar en nuestras conversaciones de manera continua, y no para bien, en los próximos meses", pronostica Moisés Naim, director de la revista Foreign Policy, que firma su columna semanal El Observador Global en EL PAÍS.

Pakistán no es -¿aún?- un Estado fallido. No es la República Democrática de Congo, que suma y sigue desde hace 15 años de violencia constante millones de muertos, 800.000 refugiados, niños soldados, violaciones masivas... En noviembre, la ofensiva del general rebelde Laurent Nkunda volvió a dejar al descubierto la ausencia de Estado, la incapacidad de los 17.000 soldados de la ONU y las atrocidades contra la población civil. No es tampoco Sudán, en donde la guerra, entre tregua y tregua, arrastra desde hace cinco años y ha causado 300.000 muertos y 2.500.000 desplazados, un conflicto tan abandonado de la comunidad internacional como el de Congo.

Caso aparte es el de Somalia, un país sin Estado desde que cayó el Gobierno hace más de 15 años y en donde se basan los nuevos piratas que asaltan cargueros y petroleros detectados con ayuda de Internet y los más sofisticados sistemas. El del Sirius Star fue el secuestro más llamativo, porque llevaba a bordo dos millones de toneladas de crudo, pero durante 2008 los piratas del Índico asaltaron más de 90 buques; los rescates pagados para liberar a las tripulaciones ascendieron a 150 millones de dólares. La buena noticia es que la UE, finalmente, desplegará en enero la misión aeronaval Atalanta para reprimir la piratería. Una decena de buques de nueve países, entre ellos España, se sumará a las unidades de la OTAN y otras naciones.

China conoció en 2008 un momento de gloria largamente anhelado por Pekín: la celebración de los Juegos Olímpicos. Todo fue bien, teniendo en cuenta las protestas por las limitaciones de derechos democráticos y la represión en el Tíbet. China ganó los Juegos y demostró al mundo que es un poder indispensable del siglo XXI. Pero cuando se apagó la antorcha se encendió la alerta: acostumbrado a un crecimiento anual por encima de los dos dígitos, la reducción a un 7% o un 8% está ya empezando a causar graves problemas en el país. Cientos de millones de personas se trasladaron del campo a las ciudades en los últimos 30 años y dieron fuelle al espectacular crecimiento chino; ahora, la caída mundial del consumo les afecta de lleno y parte de la llamada población flotante -todos los que acudieron del campo a las ciudades, atraídos por la explosión económica- empieza a volver a casa. Son decenas de millones que ya no son los mismos que se fueron: protestan, se manifiestan, causan un centenar de disturbios diarios. Y la perspectiva es difícil, admite Yin Weimin, ministro de Seguridad Social: "El desempleo es crítico y crecerá en los próximos meses". George Soros advierte de que "si Pekín fracasa a la hora de lidiar con esta situación, habrá una gran rebelión, una crisis de tipo capitalista que pondrá patas arriba el modelo chino".

Rusia también se ha visto afectada por la crisis, especialmente por el derrumbe de los precios del petróleo. La volatilidad de la Bolsa de Moscú ha hecho estragos en un sistema financiero aún sin asentar. Y, lo que es peor, el Kremlin, en pleno apogeo del nuevo nacionalismo ruso liderado por Vladímir Putin, está moviendo los hilos para aumentar su poder, transformar el escenario de las privatizaciones de los años noventa "y decidir cuáles son los oligarcas que van a sobrevivir a la crisis", según Financial Times. El impulso nacionalista llevó durante el verano a Moscú a aplastar los imprudentes movimientos de Georgia en Osetia del Sur. Ante las protestas de EE UU y la UE, el presidente, Dimitri Medvédev, advirtió que Rusia "no busca el aislamiento, pero no puede aceptar un orden mundial que atribuye a un solo país la capacidad de tomar decisiones globales".

A la espera de una nueva y más pragmática política exterior de EE UU, que no cambiará radicalmente sus líneas de fondo con una secretaria de Estado como Hillary Clinton -pero sí en lenguaje, símbolos y maneras-, la Unión Europea no ha vivido su mejor año. El electorado irlandés volvió a decir no en junio a otro tratado, el de Lisboa, un pacto descafeinado derivado del rechazo que la Constitución sufrió en 2005 en Francia y Holanda. Y la crisis económica ha revelado las dificultades para adoptar respuestas comunes y el bloqueo político por el atasco del Tratado de Lisboa. El ex presidente Felipe González, líder del Grupo de Reflexión sobre el Futuro de Europa, acaba de alertar sobre las complicaciones que sufrirá el modelo social europeo si no se resuelven los retos de productividad, competitividad e inmigración. La nota positiva comunitaria de finales de 2008 es la puesta en marcha de la ya mencionada Operación Atalanta contra los piratas del Índico, la primera operación aeronaval autónoma de la historia de la UE.

En Latinoamérica, la estrella de 2008 fue el presidente brasileño, aunque su brillo cegó algunos ojos en las últimas semanas. Luiz Inácio Lula da Silva supo afianzar el papel de Brasil como gran líder regional en las cumbres de Santiago de Chile y Manaos, pero la crisis -de nuevo la crisis- está complicando la relación con Gobiernos supuestamente amigos, como Venezuela, Paraguay, Ecuador y Bolivia. Las tensiones se han disparado con motivo de las deudas: si los créditos no se devuelven, ha advertido Brasil, que nadie piense en financiar los grandes proyectos previstos en Manaos.

Ecuador abrió el fuego al denunciar deficiencias en la presa hidroeléctrica de San Francisco, construida por la empresa brasileña Odebretch. El presidente Rafael Correa impugnó la deuda de 243 millones de dólares, cerró la presa y expulsó a la constructora; Brasilia llamó a consultas a su embajador y congeló su cooperación con Ecuador. Los países de la Alternativa Bolivariana que giran en torno al venezolano Hugo Chávez -más amenazado que el resto por la caída de los precios del crudo y la pésima gestión de la petrolera estatal- jalearon a Ecuador y recomendaron seguir su ejemplo y romper los compromisos crediticios. Y el nuevo presidente paraguayo, el ex obispo Fernando Lugo, ha estado rápido: "Si otros países lo están haciendo, ¿por qué no nosotros?".

Para México, 2008 ha sido el año del comienzo de una gigantesca batalla contra el narcotráfico, un comienzo desordenado porque el presidente Felipe Calderón "se metió en la guerra sin hoja de ruta", según el periodista Salvador Camarena. Calderón lo justificó porque dijo que el Estado estaba siendo acosado. "Ahora ya sabemos qué hacer, se ha avanzado en establecer los frentes, en analizar el problema del narcotráfico como un negocio para poder atacar las rutas de distribución, el lavado de dinero...", añade Camarena. El problema es la crispación de una opinión pública aterrorizada con las crueles acciones de los narcos y la explosión de la industria del secuestro. En 2007 hubo 2.700 muertos en esta guerra. Este año, la cifra va camino de duplicarse.

2008 fue escenario además de enormes golpes del Gobierno de Colombia contra la desprestigiada narcoguerrilla de las FARC (Ingrid Betancourt fue liberada en julio después de más de seis años de secuestro), del relativo deterioro de Hugo Chávez en Venezuela (la oposición perdió las regionales y locales de noviembre, pero avanzó notablemente en los grandes centros urbanos y en los departamentos más ricos del país) y de la parálisis en Cuba, donde, a punto de conmemorar medio siglo de la revolución con el dictador Fidel enfermo, su hermano Raúl es incapaz de llevar adelante las reformas anunciadas y la sociedad está sedienta de cambio.

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