Rodoreda: pintar para escribir
La Pedrera acoge una exposición del arte en el que se 'refugió' la autora de 1949 a 1957 hasta retomar la novela
La excusa era buena: dolencias en el brazo le impedían, decía, escribir. Pero con esos mismos brazos y en esa misma época, diciembre de 1946, cosía como una condenada en casa para poder subsistir en la dura posguerra en París, hacía también poesía y acabaría pintando y componiendo collages... Lo que no podía hacer Mercè Rodoreda, tras dos guerras y el exilio, era encarar una novela: tenía que buscar la forma, la manera de trabajarla, y hasta una disciplina. Y ese sendero lo halló... pintando. "Pintar para poder escribir": así lo definió ayer Mercè Ibarz, comisaria de la sorprendente exposición sobre la obra plástica de la autora, la mayoría inédita, que hasta el 1 de febrero puede verse en el recuperado entresuelo de La Pedrera.
L'altra Rodoreda. Pintures & collages es el certero título de una exposición organizada por Caixa Catalunya que, con una treintena de piezas, entabla un sinfín de sugerentes relaciones. De entrada, Rodoreda se hace asidua del Louvre y las galerías de la Place Vendôme que le caen cerca (y son gratis y calentitas). Mantiene una relación con el arte de su tiempo: sigue a Klee y Kandinski -que repuntan en 1948-, a Picasso y a Miró -éste se citará en Jardí vora el mar e inspirará al narrador-, y el art brut de Dubuffet.
Otro valor son las piezas por ellas mismas. Según Ibarz, empezó a pintar en 1949. Lo hará sólo con acuarelas, aguadas y collages. "No pinta al óleo porque es caro, no hay materiales en la época y es una técnica más difícil". En la obra, siempre en papel, no hay interiores, ni naturaleza, sino que predominan las caras (grandes, ovaladas, como una Luna, muy parecida a su rostro en los años treinta), con ojos muy grandes, "muy abiertos, asustados incluso", precisa la comisaria. En algunos fondos se intuye la guerra (un collage está hecho con listas de alemanes muertos en la guerra) y otros rostros son tan estilizados que se les llama microbios. Y trabaja en series, y a veces copia a artistas, como Miró, o a veces sigue sus técnicas, como el trazo único de Klee.
Pero hay un tercer estadio: la relación pintura-literatura. Así, las acuarelas, de complejidad técnica ante su aparente sencillez, equivaldrían a sus cuentos; el collage, más complejo, que requiere serenidad, la induciría a la novela, según Ibarz.
En cualquier caso, en 1953 Rodoreda cree que ya tiene "un estilo y un mundo", como le comenta a su influyente amiga Anna Murià (que Ibarz cree reconocer en Rostre estrany amb ull verd) y habla de una exposición en la parisiense Sala Mirador del catalán Just Cabot. Ni ésa, ni una en 1957, ya en Barcelona, tendrían lugar.
Quizá en la única faceta de su vida que fue autodidacta, Rodoreda realizó hasta 1957 unas 150 piezas, 80 de las cuales se expusieron y vendieron en Calldetenes en 1991. Eso dispersó más su obra pictórica, pocas veces firmada y titulada, de la que el Institut d'Estudis Catalans sólo tiene una veintena de piezas. Buena parte de las expuestas en La Pedrera fueron a parar a la familia Borràs-Gras por las siempre inevitables sueltas de lastre de los herederos de la autora.
¿Que qué pasó en 1957? Pues que sus Vint-i-dos contes ganaron el Víctor Català. La experiencia pictórica pasaría a una explosión de proyectos novelísticos: Mirall trencat, La plaça del Diamant...
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