Franco, aquel hombre (II)
He adquirido el último libro sobre Franco, de Stanley G. Payne y Jesús Palacios (789 páginas), donde reproduce en las primeras 140 una larga conversación con la hija del general, Carmen Franco Polo, y me he llevado una decepción y ninguna sorpresa. Tiene trampa, porque los autores reproducen inocuas respuestas, manteniendo el titubeo de quien no está habituada a hablar en público. En toda mi vida, sólo he conocido a dos personas que se expresaran utilizando con elegancia y precisión el idioma castellano: Eugenio Montes y don Pedro Mourlane Michelena, lo que no excluye que haya más.
Me ha parecido una cuquería de los autores presentar, como marchamo de autenticidad, la forma coloquial de esta señora que presenta a su famoso padre como cualquier hija: un hombre serio, reservado, afectuoso con los suyos, bondadoso, comprensivo y practicante de la religión católica. Resulta lógica la ignorancia de la familia acerca de asuntos de Estado o alta política. Según doña Carmen hija, no hacía comentarios a la hora de comer, como podría esperarse de un oficinista que glosara su jornada durante el almuerzo. "De eso no sé nada". "No hablaba de eso con nosotras, quizás con mi madre..." "Nunca comíamos a solas con él, ya que nos acompañaban el ayudante saliente y el entrante".
"Dese la vuelta, porque si se tropieza y se cae, ¡a ver quién le levanta!", dijo el dictador a un sindicalista
Ni un solo detalle novedoso. La felicito porque se ha prestado a que estos dos historiadores ganen una buena suma de dinero con el libro donde, por cierto, no aparecen en el copyright más beneficiarios que el señor Payne y "Sármata Asociados".
Nos habla de la lealtad del doctor Vicente Gil, que le tomaba la tensión, observaba su orina y estado general. Recurro a mi pequeña reserva de curiosidades, escuchadas por amigos asistentes a las cacerías. Una vez, reunidos ya los invitados, se echa en falta la presencia del médico, que llegó, con un esparadrapo en la frente, pero tranquilo. "No ha sido nada, mi general. Un animal de camionero no se apartó y nos lanzó a la cuneta. Está retenido en el cuartelillo de la Guardia Civil". Franco, que sentía mucho afecto por el galeno, solo hizo una apostilla: "Pues a ese camionero, que lo procesen bien". El resultado podía ser una multa o el fusilamiento al amanecer.
En mi libro autobiográfico El caso perdido, de poca difusión por parte de la editora Anaya, que no lo publicitó como yo creo que merecía, relato otra anécdota que muestra lo que es el poder, el inmenso poder reflejo de los dictadores. La anfitriona de la cacería, viuda del marqués de Larios, tuvo la ocurrencia de pedirle un favor a Franco. "Si está en mi mano, cuenta con ello, Pilili", respondió el general. "Quiero que me den un Seat", cuando se fabricaron los primeros en España.
El hijo, mi llorado amigo, el marqués de Paúl, a solas, recriminó la insensatez de su madre: "No comprendes que si le das mil duros a un concesionario lo tienes al día siguiente: Además, para qué quieres un Seat, si tienes el Rolls y el Cadillac... Date cuenta del dineral que nos cuestan las visitas del Caudillo: la comida al séquito, a la escolta, a la Guardia Civil...". Testaruda, Pilar Príes contestó a su hijo: "No me da la gana pagar sobreprecio".
Al tiempo, algunas empresas de la familia tenían problemas con los trabajadores. A las pocas semanas, el Caudillo correspondía a las invitaciones en alguna finca del Patrimonio Nacional. Daba la mano a uno, mirando a los ojos del siguiente, y al llegar al marqués, le echa los brazos al cuello y le musita al oído: "Carlitos, dile a tu madre que nada he podido hacer con el Seat. El ministro de Industria no me ha hecho caso". Cuando regresó de un safari, encontró varias llamadas perentorias del gobernador de Albacete, decidido a respaldar las reivindicaciones laborales. Le recibió en el acto, y le felicitó "por la forma cariñosa con que le abrazó el Generalísimo, lo importante que debió ser el recado que le dio, según me ha contado mi colega, el gobernador de Ciudad Real". El aludido no acababa de comprender aquella actitud, pero se sintió más tranquilo cuando la autoridad provincial le asegura "En cuanto a los revoltosos de sus fábricas, les meteré en cintura si siguen molestándole". La licencia del Seat había sido olvidada, pero el infrecuente gesto de amistad produjo imprevistos réditos.
En el Pardo, recibió al líder nacional sindicalista, Juan García Carrés, el único civil luego condenado por el 11-F. Era un individuo corpulento, francamente gordo, pasados quizás los 140 kilos de peso. Al terminar la audiencia, se retiraba, de espaldas, en el despacho de visitas del dictador. Éste le hizo una útil observación. "Dese la vuelta, Carrés, porque si tropieza y se cae, ¡a ver quién le levanta!".
Esperaba encontrar esa faceta humana en el libro comentado y hallé pocos atisbos que definieran la figura algo borrosa de quien fue el amo de España. Era cotilla, pero referido a las personas cercanas y tenía pocos amigos. El resto del volumen son las piruetas biográficas habituales donde, al menos, no insisten en la firma de condenas a muerte, después del desayuno, como manera de mantenerse en forma. Los que le conocieron y trataron en esos escasos momentos de intimidad no parecen propicios a confiar en los historiadores. Hacen bien.
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