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Columna
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Protesta judicial

Creo que fue Ramon Lapiedra, becado en París en mayo del 68, quien me contó un episodio que nunca había vuelto a presenciar: las cuartillas que repartían los distintos grupos eran devoradas por las manadas de universitarios con una avidez hambrienta, casi con desesperación nerviosa por conocer informaciones o propuestas. Sin duda, el actual movimiento judicial y su conflicto con el Gobierno presentan escasos puntos en común con el mayo francés, y no conozco a ningún magistrado decano que guarde semejanzas con Daniel Cohn-Bendit. Pero quizás esta movilización representa lo más parecido al levantamiento de adoquines junto a La Sorbona que puede suceder en un colectivo tradicionalmente sosegado. Obviamente, no se trata de una revolución, pero puede convertirse en algún tipo de revuelta.

El Gobierno debe dotar mejor a los juzgados y el Consell gestionar con mayor diligencia

Un contraste singular es que nos encontramos ante una protesta organizada por medios informáticos. Los pasquines parisinos se han convertido en crecientes alegatos electrónicos que cientos de jueces leen y contestan con entusiasmo, fascinados por la pantalla del ordenador, con el placer compulsivo de abrir un mensaje tras otro, con la pasión algo desordenada de los que querían instalar a la imaginación en el poder. Ello ha generado una sorprendente asamblea virtual que ha permitido a las bases de la judicatura organizar una movilización sin precedentes, la cual ha sobrepasado a las asociaciones representativas y a las instituciones judiciales. Y, como el medio acaba condicionando el mensaje, en palabras de McLuhan, ni siquiera ha resultado necesario mantener debates en gélidos salones de actos, pues cualquier juez ha podido arengar a las masas sentado cómodamente en su sillón o en el breve intervalo entre dos juicios de desahucio. Todo ello adobado de decenas de "juntos podemos", "ánimo compañeros", "saludos a los de mi promoción", "ya era hora", "así no se puede trabajar", "por fin me siento orgulloso de ser juez" (la consigna más repetida, como legítima variante profesional del orgullo color arco iris).

Sería un error reducir el descontento a una mera insurrección corporativista. Y ello porque, al contrario de lo que suele ocurrir en otros ámbitos, el eje de las reivindicaciones no está vinculado a cuestiones retributivas, sino a la necesaria calidad del servicio público para poder ofrecer una atención adecuada a los ciudadanos. El creciente malestar de la judicatura proviene de la insostenible situación estructural de la administración de justicia, desbordada por la insuficiencia de medios personales y materiales, y desmoralizada por la falta de concreción de los reiterados compromisos de modernización del sistema judicial. Todos sabemos que una minúscula chispa puede acabar provocando el incendio de una ciudad. Y determinados excesos gubernativos, en forma de intromisión en la independencia del poder judicial, se han convertido en una bola de fuego que ha caído sobre un bosque seco, candente y mal podado.

Todas estas carencias pueden remediarse con una voluntad política suficiente. Sin embargo, el ministro no parece capaz de adoptar una postura conciliadora y dialogante como premisa necesaria para alcanzar acuerdos sobre la mejora del servicio público; al contrario, en lugar de apagar el fuego con cubos de agua, Fernández Bermejo parece optar por sofocarlo con latas de gasolina, lo cual puede acabar provocando la primera huelga de jueces de este país. Los argumentos oficiales contrarios a la legalidad de esta medida de presión recuerdan a los de la etapa predemocrática y olvidan el ejercicio de este derecho en países de nuestro entorno, como Francia, Italia o Portugal. Y, mientras tanto, nuestra consellera de Justicia asegura con desparpajo que apoya todas las reivindicaciones judiciales, como si la película se rodara sólo en Madrid, a pesar de que es competencia de la Administración autonómica la resolución de la mayoría de los problemas que nos afectan diariamente.

En definitiva, resulta imprescindible que el Gobierno central incremente la dotación de juzgados, apueste por la implantación de las nuevas tecnologías y afronte la reforma de la oficina judicial, para clausurar un modelo obsoleto, anquilosado e ineficaz. Del mismo modo, debe promulgarse una nueva legislación procesal criminal, pues la actual tiene su origen en el remoto siglo XIX. También sería conveniente que nuestra Administración autonómica, en lugar de seguir regocijándose en un discurso victimista, consiguiera gestionar con mayor diligencia sus amplias competencias sobre medios personales y materiales; valga como muestra la caótica cobertura de las bajas por funcionarios interinos o el estado de nuestro edificio judicial más emblemático, el Palacio de Justicia de Valencia, cuyas destartaladas dependencias apenas superan los niveles mínimos de salubridad. Sólo el esfuerzo coordinado y constructivo de las instituciones afectadas permitirá lograr avances significativos. Y, sin duda, no resulta admisible el camino contrario, consistente en demonizar con torpeza a los jueces, porque no puede ser delito ni pecado defender una mejora del servicio público para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Ximo Bosch es portavoz de la sección valenciana de Jueces para la Democracia (JpD).

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