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Columna
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Puede que sean felices

Enrique Vila-Matas

Muchas veces tenemos deseos de decir (de pensar): me ha pasado algo (muy importante), lo que quiere decir al mismo tiempo: lo que me ha sucedido no entra dentro de lo que ocurre (en la televisión, por ejemplo), no es del orden de lo que importa a los profesionales (de las finanzas, de la política), no pertenece al orden establecido; es más, me excluye, me aparta, me deporta, sólo a mí me importa. En realidad, importa a otros muchos también. De ese encuentro de intereses intuyo que surgen los movimientos de lo que Fernández-Savater llama el anonimato conectado. Son movimientos que aparecen en momentos en que la palabra revolución muestra tendencia a eclipsarse a favor de la palabra resistencia, que es más modesta pero que sugiere una actitud que puede llegar a alcanzar una verdadera dimensión política y que recuerda el espíritu inicial de la filosofía en un estado socrático: los individuos que pasean al caer la tarde y conectan y dialogan con otros seres anónimos y hablan sobre la posible verdad de las cosas, una verdad que esperan ir construyendo juntos.

"La Revolución es un simple cambio de personal", sentenció Josep Pla en los años veinte. Hoy, la Revolución, a lo sumo, es una apergaminada añoranza, y son muchos los que tienen la percepción de que debería ser encauzada hacia la vida privada, a la que sí que le convendría un buen cambio de personal, mientras que la Resistencia debe seguir desplazándose hacia lo público, un espacio en el que se afirman, día a día, una multitud de nosotros anónimos, que no se dejan clasificar y que van cambiando el tablero de juego y ampliando el horizonte de aquellas viejas manías que detectara Musil en su inefable El hombre sin atributos, cuando observó que había personas que eran tan "personas privadas" como era posible y para las que el mundo, tan pronto en cuanto tenían relación con él, se convertía en "mundo privado". Eran personas que decían, por ejemplo, que dicen todavía "Nosotros estábamos ayer en casa de tal y cual", y se reían, se ríen. Puede que sean felices, dice Musil, pero normalmente, "este tipo de gente resulta ya absurda a los demás, sin que se sepa todavía muy bien por qué".

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