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ESCALERA INTERIOR
Columna
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La carcajada de Águeda

Almudena Grandes

Cuando entró en el bar, en lo último que pensaba era en él.

Se había levantado a las siete de la mañana, había hecho el desayuno, había discutido con su hija, le había dejado hecha la comida, había llegado con tiempo de sobra a la parada del autobús, el autobús había llegado tarde, se había metido corriendo en el metro, había hecho dos trasbordos sin dejar de correr, había trabajado por la mañana, había aprovechado la hora de la comida para hacer recados, había engullido un bocadillo de pie en cinco minutos, había trabajado por la tarde, y luego otra vez el metro, un trasbordo, otro, la parada del autobús, el autobús llegando tarde y, en la mitad del trayecto, sus amigas. Vamos a quedar, anda, que hace mucho que no hablamos, una copa rápida y a casa... Por un lado estaba cansadísima, pero por otro estaba cansada de estar cansadísima. Meditó un instante cuál de los dos cansancios la abrumaba más y decidió quedar, bueno, dentro de un cuarto de hora, ¿dónde?, dónde siempre... Y donde siempre, es decir, donde nunca solía estar, apoyado en la barra, estaba él. Al verle, sintió una pereza infinita, pero su buena educación pudo más, así que fue hacia la barra, le saludó, le devolvió dos besos, ¿cómo estás?, bien, ¿y tú?, bien también, estupendo, sí, tómate algo, no, prefiero sentarme en una mesa, he quedado con éstas, ah, ¿sí?, claro, pues luego nos vemos, vale, hasta luego...

Águeda se quitó el abrigo, se sentó en una butaca, llamó al camarero, le pidió un cubata, encendió un pitillo y, sin necesidad de mirar a la barra, un octavo o noveno sentido le advirtió de que él la estaba mirando. Ella había estado muy, muy, pero que muy enamorada de ese hombre, y lo primero que le sorprendió fue su propia serenidad, una calma tan profunda y repentina que, desde fuera, podría incluso parecer indiferencia. No lo era, porque la herida le dolía, y ya contaba con que, probablemente, le dolería siempre. Los amores que acaban pueden llegar a ser terribles, trágicos, devastadores e incluso ridículos, pero el recuerdo de su plenitud, por muy breve que haya sido, permanece para siempre en un lugar sonrosado y caliente, una aterciopelada esquina de la memoria. Los amores peores son los que nunca han empezado, Águeda lo sabía bien, y lo sabía gracias a él, que quizá había sido el más enamorado de los dos, pero nunca había sabido qué hacer con él, con ella, con todo, con nada.

Ella había invertido muchas horas, días, semanas, meses enteros, en intentar descifrar lo indescifrable, y había elaborado docenas de hipótesis, ordenando los factores más diversos -edad, clase social, nivel de ingresos, carácter, ambiente familiar, trayectoria, aficiones, estado de salud, preferencias sexuales, desengaños previos, problemas psicológicos, miedo al compromiso, disfunciones repentinas- para desordenarlos y volver a combinarlos entre sí, una y otra vez, y no había logrado entender qué le pasaba. De jovencita le habían prevenido contra los hombres, le habían advertido de que cualquiera es capaz de cualquier cosa por un buen rollo, pero éste, ni eso, y eso que los rollos del principio habían salido mejor que bien. Estupendamente. Y sin embargo, y mientras tanto, sin ser consciente de haber dejado de pensar en él, lo había logrado, o, mejor, se había aburrido. Aquella tarde, al encontrárselo en la barra, comprendió que su estado tenía que ver más con el aburrimiento que con ninguna otra cosa. Su vida era demasiado complicada, demasiado trabajo, demasiado cansancio, demasiados gastos, demasiadas obligaciones, como para no aburrirse del juego de las miraditas y los mensajitos, de los besos fugaces y las frases a medias, como si tuvieran doce años.

Eso fue lo que pensó, que ya no tenían doce años, y por fin movió la cabeza y vio que él la miraba con ojos lánguidos, las pestañas entornadas, un brillo turbio en las pupilas, el gesto sombrío, concentrado, una tristeza melancólica en su manera de beber, de fumar, de acodarse en la barra como Bogart en Casablanca, todo eso vio y apenas se lo pudo creer. Qué pena, Águeda, decían aquellos ojos, aquella boca, aquella cara de niñato compungido que reclamaba su atención con gestos calculados de una virilidad dolorida y sensible, qué pena...

-La madre que te parió -dijo en voz alta, y pensó que tal vez la hubiera oído, y después pensó que mejor, y luego ya no pudo pensar nada más.

La primera carcajada fue ruidosa, profunda. Al contemplarla, él frunció las cejas, y ella celebró su extrañeza con una cascada de risas sostenidas, menores, pero tan constantes que cuando por fin llegaron sus amigas le dolía el estómago de tanto reírse. Al contárselo, por fin lloró, pero de risa, aunque él no pudo verlo.

Por si acaso, había salido corriendo.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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