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Reportaje:INMIGRANTES EN PARO

Sin dinero y sin futuro

Miles de inmigrantes vagan por Jaén en busca de alguien que los contrate para la aceituna. Los españoles en paro copan las cuadrillas y muchos extranjeros no tienen faena ni adónde ir

Pablo Linde

Nunca un partido de la liga de fútbol sala de Úbeda había tenido tanto público. Cientos de africanos pueblan las gradas del polideportivo. Pero no están ahí por el espectáculo. Esperan a que termine el encuentro para ducharse en los vestuarios y acomodarse para pasar la noche. Es la sexta que algunos duermen allí. Aguardan a que algún "jefe", como llaman a los capataces de los olivares, les contrate para la temporada de la aceituna, que ha empezado esta semana. Con las mismas escasas perspectivas de trabajo hay en Jaén más de 2.000 inmigrantes. La mayoría se tendrá que ir de la provincia con las manos vacías de olivas y de dinero.

El porqué se puede encontrar muy cerca de este polideportivo. Está escrito a bolígrafo en un folio pegado en la puerta de un bar, a unos cien metros: "Dos españoles muy responsables se ofrecen para la recogida de la aceituna". Los nacionales han vuelto a un trabajo al que habían renunciado hace años. Los parados, mayoritariamente de la construcción, formarán esta temporada muchas de las cuadrillas que hasta finales de enero recogerán el fruto de más de 60 millones de olivos en la provincia.

"Los dueños de los olivos conocen a gente del pueblo que está en paro y los cogen antes que a los de fuera"
Normalmente, Cáritas repartía en Úbeda unas 200 comidas diarias. Este año ha llegado a más de 700
Cada día a las siete, una fila de inmigrantes se dirige a la estación de autobuses en busca de alguien que los contrate
"En los últimos 10 meses he trabajado tres semanas. Llevo 10 años en España y nunca había estado tan mal"

La escena del polideportivo sucede al final de la tarde del domingo pasado, tras un día que amaneció nevado en Úbeda, un pueblo jienense de 34.347 habitantes. Los inmigrantes han vuelto al pabellón tras echar varias horas que no han servido para nada en la estación de autobuses, el tradicional punto de encuentro entre capataces y jornaleros, y de recibir la comida diaria que Cáritas reparte en el comedor.

Martin, un camerunés simpático y risueño de 27 años que ha llegado ese mismo día, está todavía desilusionado por encontrarse a cientos de "morenos" que no consiguen empleo en el campo. Viene de Málaga, donde ha trabajado en la obra, que ya no da más de sí. A ratos, atiende al partido de fútbol y, a pesar de la decepción, no pierde la sonrisa. Mientras el balón rueda por la cancha, algunos musulmanes rezan; unos cuantos inmigrantes van improvisando una cola para ducharse en los vestuarios cuando los equipos terminen; quienes se han hecho con los pocos colchones que hay los ocupan para dejar claro que esa noche son suyos; los que no los tienen buscan cartones para no dormir sobre un suelo que está helado. "Cada uno va a lo suyo", dice Martin antes de soltar una carcajada.

Este camerunés ha acudido directo al polideportivo a instancias de un compatriota que se encontró en la estación de autobuses. No sabía que existen unos albergues abarrotados en los que puede ponerse en lista de espera para pasar un máximo de cinco días. Ni que puede recibir una comida a las seis de la tarde en el comedor de Cáritas. Llega con Ben, quien dice ser el único congoleño del pabellón: "Aunque todos seamos negros, tenemos culturas muy distintas. Los de Malí y los de Senegal, que son mayoría aquí, hacen mucha piña. Tienen el mismo idioma y religión [musulmana]. Yo estoy bastante solo, pero me llevo mejor con los cameruneses, que son cristianos como yo. Nos entendemos, tenemos costumbres parecidas".

Mientras siguen el fútbol, Ben, de 31 años, cuenta que fue profesional en un equipo angoleño "con mucho dinero". "Tenía incluso un avión privado", asegura. Una lesión de rodilla a los 22 años le apartó del deporte y, con el tiempo, le obligó a dejar en el Congo a su mujer y a su hijo para buscarse la vida en España. Ha trabajado en el campo, la construcción, grandes almacenes, fábricas... Lleva cuatro años sin ver a su familia. Sólo habla con ellos por teléfono cuando tiene dinero para el locutorio.

Todo esto sucede al tiempo que siguen llegando inmigrantes a Úbeda procedentes de todos los puntos de España tras finalizar su labor en la construcción o en otras campañas agrícolas del Levante. No tienen ni idea de que allí no hay trabajo para ellos. Seguramente no oyeron en la radio una campaña de la Junta de Andalucía que advierte desde hace semanas de que no hay plazas libres en la recolección de aceituna.

Uno de los que llegan es Said, un marroquí de 35 años que lleva 18 en España. Está sucio, con la camisa llena de manchas, la barba crecida y un gorro viejo. "¿Hay duchas? ¡Menos mal!". Viene de pasar una semana en la capital de Jaén buscando trabajo y durmiendo en la estación de autobuses. Tras siete días sin encontrar nada se fue a Úbeda, que se ha convertido en el mayor lugar de concentración de aspirantes a temporeros. Said no está acostumbrado a esas penurias: "Yo he vivido de puta madre. Mi mujer es española, tenemos una casa y todo iba bien hasta hace unos meses". Hasta que le echaron de un supermercado donde trabajaba como reponedor. Aunque su esposa mantiene su trabajo, él es "el hombre de la casa" y quiere seguir "llevando dinero". Tendrá que aguantar con la mugre un día más. Cuando termina el partido de fútbol y llega su turno de ducha, se ha terminado el agua caliente. Con temperaturas bajo cero, "es una locura" limpiarse con fría.

Tras el partido, un balón ha quedado suelto en la pista. Un par de malíes comienzan a pasarse la pelota. Llegan dos más. Bajan a la cancha tres marroquíes. En cinco minutos se ha organizado un partido de fútbol: Malí contra Marruecos. Se forman varios equipos que también quieren jugar y esperan su turno en la banda. Los voluntarios de Protección Civil que están en el pabellón para atender a los inmigrantes median para organizar un rey de pista: quien marca gana y juega contra el siguiente equipo. La grada ahora sí presta atención al fútbol. Cantan los goles, gritan, aplauden. La selección de Malí gana seis partidos seguidos. Mientras un jugador alto y fuerte se hartaba de marcar goles, Roberto Muñiz, jefe de Protección Civil, y el conserje del polideportivo estaban buscando como locos seis medallas y un trofeo para entregarlos a los ganadores tras la competición ante el júbilo de la grada. Durante una hora se han olvidado del frío, la nieve, el granizo, la lluvia, la falta de trabajo, de dinero y de una casa adonde ir si ningún jefe les coge para la aceituna.

Son las 22.45. Desde que el pabellón de Úbeda abrió para dar cobijo a los inmigrantes, el 25 de noviembre, sobre esa hora se reparte un caldo caliente antes de dormir. Pero hoy un coro rociero ha llevado bocadillos, dulces y chocolate. Se forma una gran cola entre cuyos miembros reparten más de 300 raciones. Cáritas, que tiene mucha experiencia con los inmigrantes, les pone siempre pescado en conserva para evitar los problemas con la dieta de los musulmanes. Pero los del coro, que destinan lo que ganan cantando a acciones benéficas como ésta, han rellenado con embutido de cerdo algunos bocadillos. Muchos recelan, pero se soluciona pronto. Quienes no tienen problema con la carne cambian los sándwiches por los pasteles incluidos en cada ración.

Dentro de lo malo, quienes están en Úbeda no se llevan la peor parte. Reciben comida un par de veces al día y fueron los primeros en tener un pabellón bajo el que resguardarse. En Villacarrillo, un pueblo apenas a 30 kilómetros, Cáritas reparte una bolsa con víveres en la puerta de la iglesia tres veces por semana: lunes, miércoles y viernes. "No hay dinero para más", dice uno de los coordinadores. Quienes no tienen plaza en el albergue del pueblo, donde también hay tres comidas, pero al día, se ponen en cola sobre las doce, una hora antes de que abran las puertas de la iglesia. Hay empujones y tensión, pero también raciones para todos. Quienes no tengan más medios deben aguantar durante dos días con un litro de leche, una pieza de fruta, una barra de pan y dos latas de atún o sardinas. Allí el pabellón se abrió hace menos de una semana. Ellos agradecen la ayuda, pero también les parece insuficiente. "Hay mucha miseria. El otro día, una mujer me echó del soportal donde dormía. No queremos molestar, pero tienen que entendernos", dice Lazteg, argelino de 21 años. Hasta la apertura del polideportivo, los inmigrantes dormían en la estación de autobuses -que está prácticamente al raso, sólo cubierta por un tejado de chapa-, en los cubículos de los cajeros automáticos o en la calle, donde cada madrugada los termómetros marcan menos de cero grados. Quizá por eso, durante la semana pasada siguieron llegando inmigrantes a Úbeda, donde la situación es menos penosa. Viajan por la provincia gracias a los billetes gratuitos que reparten los Ayuntamientos. Se quitan el problema del pueblo y lo llevan a otro.

Todos están desbordados. Se han unido tres factores: los empresarios no contratan a sin papeles porque los controles son cada vez más exhaustivos, el paro ha llevado a Jaén a más inmigrantes que ningún otro año, y la crisis ha devuelto a muchos españoles al campo. "Los dueños de los olivos siempre conocen a alguien del pueblo que está parado y lo cogen antes que a otro de fuera", explica Juan Carlos López, uno de los voluntarios de Protección Civil. Todo ello hace que lo que otras temporadas era una llegada de africanos que en su mayor parte tenían plaza en los albergues e iban encontrando trabajo en el olivar, se haya convertido este año en miles de ellos vagando por la provincia sin apenas posibilidades de empleo. Y "algún efecto llamada", como lo califica una trabajadora de Cruz Roja, ha provocado que buena parte de ellos hayan acabado en Úbeda.

Allí sigue Martin, el camerunés risueño, tras el partido de fútbol y la cena. A las 23.30 comienzan a apagar las luces del pabellón, pero muchos inmigrantes continúan hablando entre ellos. Martin ha llegado tarde y no ha conseguido ni manta ni colchón, tan sólo algunos cartones sobre los que dormir. "Bueno, estoy acostumbrado". Enseguida comienza el relato de cómo llegó a España. Anduvo dos años desde Camerún hasta Melilla, donde saltó la valla y estuvo 40 días en un centro de internamiento de extranjeros. Antes atravesó Nigeria, Malí, Níger, Argelia y Marruecos, parando a trabajar cuando se quedaba sin dinero para continuar. Una vez en España siguió su periplo a la búsqueda de empleos: Barcelona, Bilbao, Pamplona, Zaragoza, Murcia, Málaga y, ahora, Jaén.

Como la mayoría de los que están en el pabellón, no tiene papeles ni casa. Lleva todas sus pertenencias apiladas en una maleta y no sabe exactamente qué hará si nadie lo contrata. "De momento esperaré; si no hay nada, buscaré en otro pueblo de Jaén y, si la cosa sigue tan mal, quizá me marche a los países del Este de Europa: Rumania, Bulgaria... Pagan poco, pero al menos hay trabajo". Cuando cuenta esto no sabe que aguantará muy poco en Úbeda: 24 horas después estará en la cola del puesto de Cruz Roja, donde esa asociación y el Ayuntamiento reparten billetes de autobús. Cogerá uno el martes hacia Baena (Córdoba).

Antes de eso le queda por pasar un par de noches en el polideportivo. A las doce están todas las luces apagadas y los voluntarios piden silencio. En la pista hay pocos inmigrantes durmiendo. La mayoría se amontona en los pasillos, completamente envueltos en mantas. Aprovechan su propio aliento para calentarse y no dejan ni un centímetro de piel al aire, que la deja helada al rozarla. Unos cuantos nigerianos forman una cama con los banquillos y, sobre ella, cartones. Alguno trata de acurrucarse sobre varios asientos de la grada, pero pronto se da cuenta de que los bordes se clavan en la espalda. Vuelve al suelo. A las doce y media sólo se oye algún ronquido.

Mientras los inmigrantes duermen, tres voluntarios de Protección Civil y un vigilante permanecen en un cuartito del pabellón. Cuando no hacen rondas de vigilancia, ven películas, beben café y se lamentan por no tener colchones y mantas para todos.

La actividad por la mañana comienza muy pronto. A las 5.30 ya se puede ver a algún musulmán rezando arrodillado sobre una pequeña alfombra. Algunos aprovechan para ducharse ahora que apenas hay cola. Una hora después ya quedan pocos dormidos, y a las siete, para quien todavía lo esté, encienden las luces y en la megafonía del pabellón suena una locutora de Los 40 Principales. "Ha sido un placer despertarte", dice oportuna antes de poner la versión de Pitingo de la canción Cuéntame ("... si has conocido la felicidad"), que suena a sorna.

Poco después, una fila de inmigrantes arrastra sus maletas con ruedas hacia la estación de autobuses en busca de un jefe. Los primeros llegan a las siete y una hora después está abarrotada de africanos con sus equipajes. Algunos, los que llevan menos tiempo allí, se quedan fuera, a pesar del frío y la nieve, para ser los primeros en ofrecerse si llega algún capataz. Hay una treintena al raso y más de 300 dentro de la estación. Los lugareños que van a coger un autobús atraviesan la multitud con naturalidad, como si estuviesen allí desde siempre. Aunque no en tal cantidad, están acostumbrados a la invasión de inmigrantes cada diciembre. Si algún blanco se para más tiempo de lo normal, enseguida recibe varias preguntas sobre si necesita trabajadores. Este efecto se multiplica cuando un vehículo todoterreno para delante de la estación. Decenas de hombres (ni una sola mujer entre ellos) se agolpan en torno al coche. A lo largo de un día se puede ver varias veces esta escena. Algunos conductores han quedado allí para recoger a inmigrantes que ya habían trabajado con ellos otros años. Prácticamente ninguno busca a los cientos de jornaleros que les esperan.

La mayoría tiene ya pocas esperanzas. Los primeros africanos llegaron a mediados de noviembre ypermanecen en el pueblo más por no saber adónde ir que porque crean que alguien los contratará. Pasan horas y horas en la estación, vagando por las calles, mareando un café en un bar. Algunos llegaron solos y conocen allí a compatriotas con los que matar el tiempo. Le dan vueltas a la crisis, a la falta de trabajo, a qué harán si en unos días siguen sin jefe. Abubakar, Brahan y Abdulaye, tres malís que llevan más de diez días en Úbeda, charlan en la estación:

-¿Qué va a pasar el año que viene? Dicen que el paro puede llegar al 20%.

-No lo sé, pero aquí no hay nada de trabajo. Hay más morenos que aceitunas.

-¿Tiene la culpa el Gobierno?

-Da igual. La crisis es para todos. Yo en los últimos diez meses he trabajado sólo tres semanas. Llevaba diez años en España y la cosa nunca había ido tan mal.

-Yo he estado viviendo seis meses en una finca en un pueblo de Lérida. Sin agua ni luz. De vez en cuando trabajaba con vacas, pero el jefe ya no me necesita.

-Pues yo, si pudiese, volvería a Malí. Pero no tengo dinero para el billete.

-Tú no quieres volver. Si quisieras, irías a la policía y le dirías que estás ilegal para que te repatriasen.

Llega la hora de la cena. Una hilera de inmigrantes atraviesa el pueblo hacia el comedor de Cáritas, donde la cola da la vuelta al edificio. Reparten un guiso con macarrones, garbanzos y calabaza. Al salir les dan también una bolsa con un bocadillo y una pieza de fruta. El comedor tiene capacidad para unas 100 personas. El número de menús fue creciendo desde que comenzaron a llegar. Otros años se solían dar unos 200 diarios. Éste han superado los 700. En la puerta, uno de los marroquíes que han ido a buscar trabajo de temporero organiza todo. Lleva media vida en España y habla muy bien castellano. Se pone duro cuando alguien quiere colarse y cierra la puerta si una avalancha intenta entrar antes de que haya sillas vacías. Todo ello con la ayuda de dos policías locales y del jefe de Protección Civil.

Esa mañana, una reunión en la capital jienense entre los 20 ayuntamientos con albergues (con capacidad para 800 plazas) y la delegada de Agricultura de la Junta de Andalucía había concluido que estaban desbordados. La Administración regional planteó la necesidad de abrir más albergues en próximas temporadas. Pero para la actual, se ofrecía a sufragar gastos de billetes de autobús para que los inmigrantes regresen a las ciudades de procedencia. Acuerdan repartir una hoja en árabe, francés y castellano que les reitera a los inmigrantes que no hay trabajo y que es mejor que se marchen, que no hay medios para mantener mucho tiempo las instalaciones deportivas abiertas para que duerman.

Estos folletos se repartieron en la cola del comedor el pasado martes. Seguían llegando inmigrantes: un autobús procedente de Valencia esa misma madrugada, por ejemplo. Pero también aumentan las colas en la Cruz Roja para coger un billete hacia otra ciudad. El miércoles comenzó a bajar la afluencia al pabellón, que no había parado de crecer hasta entonces. Pero todavía quedan muchos aspirantes a bracero apurando por si alguien los necesita a última hora.

Después de la comida, ya no tiene sentido volver a la estación de autobuses. La fila de inmigrantes con sus maletas se encamina de nuevo al polideportivo. Un día más, han vuelto sin jefe.

Un grupo de africanos vuelve  al polideportivo tras pasar el día en la estación de autobuses.
Un grupo de africanos vuelve al polideportivo tras pasar el día en la estación de autobuses.ULY MARTÍN
Inmigrantes ante el comedor de Cáritas de Úbeda.
Inmigrantes ante el comedor de Cáritas de Úbeda.ULY MARTÍN

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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