Shakespeare y las botas
Los argumentos cruzados entre el Gobierno y la oposición a propósito de la cúpula de Barceló en Ginebra han reproducido, sabiéndolo o sin saberlo, los de la polémica sobre la relación entre el arte y la política que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Los nihilistas rusos consiguieron escandalizar a sus contemporáneos al afirmar que preferían un par de botas a todo Shakespeare. En lugar de botas han hablado de vacunas, pero el fundamento de las críticas de la oposición era el mismo que latía bajo la consigna iconoclasta de los nihilistas: la consideración de que el arte es un lujo y, por lo tanto, está de más mientras sigan existiendo necesidades materiales. Y el Gobierno, por su parte, respondió con otro argumento clásico: si el arte sirve a una buena causa, su promoción no sólo está justificada sino que constituye un deber y un ejercicio de responsabilidad. Pero, ¿cómo estar seguros de la causa a la que sirve una obra, sea el teatro de Shakespeare o la cúpula de Barceló?
Desde el arte comprometido del siglo XX se trató de dar una respuesta que, en resumidas cuentas, subrayaba la importancia de la intención última del autor. Era una respuesta aproximada, y así lo reconocían los propios teóricos del compromiso. Siguiendo unas célebres observaciones de Marx en Grundisse, admitían la autonomía del arte con respecto al medio material en el que aparece e, incluso, a la ideología del artista. Balzac pudo ser, así, un entusiasta de los rasgos más autoritarios de Napoleón y, sin embargo, La comedia humana se erigió en modelo para los escritores comprometidos con la lucha obrera. De igual manera, autores de la vanguardia que abrazaron la causa de la lucha obrera vieron sus obras condenadas como manifestaciones del "arte burgués", un concepto semejante al del "arte degenerado" empleado por el nazismo. La relación entre arte y política siguió siendo, pues, un misterio.
Cuando la obra de arte es, además, resultado del estímulo de un mecenas o, como es el caso de la cúpula de la sede de Naciones Unidas en Ginebra, del encargo de un Gobierno, la cuestión de su sentido, de la causa a la que sirve, se complica todavía más. Ya no se trata sólo de explicar -o de fantasear- acerca de lo que pretende la obra, sino de juzgar elementos ajenos a ella, como la intención con la que ha sido contratada. Y se puede llegar a la conclusión de que se ha hecho por los motivos más nobles, como también a la de que obedece a los más abyectos, sin terminar de resolver el enigma. Al final, ningún argumento, ninguna elucubración sobre el sentido de una obra de arte, sobre la causa a la que sirve, eximirá a quienes se acerquen a ella de juzgar por sí mismos. Se trate de Shakespeare o de la cúpula de Barceló en Ginebra.
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