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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Doble reivindicación del Estatuto

Josep Maria Vallès

Es justo reivindicar el cumplimiento del Estatuto cuando se produce su vulneración por parte del Gobierno del Estado. Lo reivindican el Gobierno de la Generalitat y la principal fuerza de la oposición. Cuentan con el apoyo de la opinión catalana y de los agentes sociales y económicos más importantes del país. Es importante que sea así por lo que está en juego: en el fondo y en la forma. Y por lo que hace a la forma, no estaría de más reivindicar el acierto de haber adoptado la vía de la reforma estatutaria y reconocer el mérito de quienes la promovieron. La memoria -frágil y selectiva, especialmente en política- puede dejar ahora en la penumbra que este Estatuto surgió de una iniciativa nacida con la oposición de bastantes y ante la indiferencia de muchos.

No parecían bastar los sólidos argumentos disponibles para acometer de forma directa el camino de la renovación del autogobierno: profundos cambios sociales y tecnológicos imprevisibles en 1979, constantes interpretaciones restrictivas de la norma estatutaria por parte de las autoridades del Estado, lecciones prácticas de la experiencia institucional catalana, insuficiencia e injusticia de la financiación de la Generalitat. Los hechos -admitidos por prácticamente todos los observadores- no convencían de la necesidad de ajustar el pacto político-constitucional -porque de pacto se trata, a mi juicio- a las nuevas condiciones de la realidad política.

Sostenían entonces algunos actores políticos y otros observadores -y se siguió afirmando a lo largo de la fatigosa elaboración del Estatuto- que bastaría una reforma del sistema de financiación y una ley estatal de delegación de competencias para reforzar de modo suficiente el ámbito del autogobierno. No valía la pena -según estas apreciaciones- emprender el camino incierto de la reforma estatutaria. Aquella vía alternativa sería más accesible, porque no suscitaría tanta oposición de los aparatos centrales del Estado ni de sus principales actores sociales y políticos o de otras comunidades autónomas.

Sin embargo, los hechos de los dos últimos dos años han debilitado el argumento. La financiación se ha convertido por sí misma en un escollo hasta ahora insuperable y la efectiva transferencia de competencias prevista por el Estatuto se ha reducido a mínimos.

Se confirma así que la auténtica dificultad no residía en el camino emprendido -Estatuto en lugar de reformas parciales-, sino en la meta perseguida. A saber, una nueva distribución territorial de recursos y poderes que intentara llevarla más allá de lo que preveía el Estatuto de 1979. O que evitara al menos la dinámica recentralizadora que lo había laminado desde su misma entrada en vigor. Con el Estatuto de 2006 se pretende, ciertamente, una revisión del acuerdo político de 1979, una revisión escrupulosamente desarrollada conforme a los mecanismos de reforma previstos por la Constitución. A este respecto, es llamativa la coincidencia del incumplimiento estatutario perpetrado por el Gobierno del Estado con la denuncia ante el Tribunal Constitucional que este mismo Gobierno hace del incumplimiento constitucional achacado al Parlamento del País Vasco por aprobar la iniciativa Ibarretxe. Harán falta habilidosas disquisiciones jurídicas para obviar la repercusión negativa que la coincidencia de su propio incumplimiento legal pueda tener sobre la legitimidad invocada para denunciar un presunto incumplimiento vasco.

A la vista de la resistencia del Ejecutivo del Estado al cumplimiento de las disposiciones del Estatuto catalán, cabe preguntarse qué viabilidad política hubiera tenido una reforma legal acotada a la financiación y a la delegación unilateral de algunas competencias. Y en el improbable caso de que hubiera conseguido una magnitud apreciable, podemos interrogarnos sobre qué acatamiento efectivo hubiera obtenido de quienes estaban obligados a ejecutarlas cuando la solemnidad y el rango del Estatuto ha recibido de ellos el tratamiento displicente de que ha sido objeto.

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El hecho es que lo que estaba y está hoy en juego no era ni es una cuestión de táctica legislativa. Lo que estaba y está en juego es la capacidad del sistema político español para el cambio pacífico, un cambio necesario para ajustar periódicamente sus reglas de juego a las transformaciones de las realidades sociales y de las aspiraciones colectivas que estas realidades suscitan. El debate del momento -como ha señalado de forma sobria y contundente el presidente de la Generalitat- no es un episodio menor. Pone a prueba la capacidad del sistema democrático español para ir acompasando realidades políticas y normas legales, incluidas las de mayor rango.

Es lo que intuyeron quienes -desde el principio- apostaron por la reforma estatutaria ante el escepticismo de unos o la resistencia de otros. Entendían la reforma no como panacea de efectos taumatúrgicos, sino como recurso adecuado para un doble objetivo: resaltar sin tapujos la trascendencia del reto que la democracia española debía asumir y armarse a la vez con el más potente instrumento político-constitucional disponible para afrontar las previsibles resistencias. De ahí la conveniencia de intentar una doble reivindicación del Estatuto, de su contenido y de la iniciativa que lo propició. Porque el carácter superior de la norma estatutaria refuerza ahora la reclamación del cumplimiento de sus previsiones y pone en evidencia las contradicciones de quienes se resisten a acatarla. Está por ver todavía cuál será el desenlace del intento. Cuesta menos aventurar que -sea cual fuere dicho desenlace- las relaciones entre Cataluña y el sistema político español iniciarán un curso diferente al que se definió hace 30 años.

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona

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