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Columna
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Economiza, que algo queda

Varios son, en el contenido y el contexto del ya célebre reportaje de The Economist sobre España y Cataluña, los aspectos merecedores de análisis y de esclarecimiento. Por orden secuencial, y si tan importante es lo que el semanario británico diga de nosotros, cuesta comprender de entrada que ninguno de los tres máximos dirigentes del Gobierno catalán (ni el presidente Montilla, ni el consejero de la Vicepresidencia Carod, ni el consejero Saura) tuviesen tiempo o interés en conceder al reportero Mike Reid las entrevistas que éste les había solicitado. Sin duda haberle atendido, facilitado la más amplia información y contrarrestado los eventuales prejuicios que el periodista trajese consigo a su llegada a Barcelona habría sido mucho más eficaz que las enrabietadas protestas a posteriori.

¿Podemos exigirle más a ese tal Mike Reid, responsable de la sección latinoamericana de 'The Economist'?

Luego está, precisamente, la cuestión de los prejuicios y de las fuentes que mister Reid manejó. Sobre las fuentes explícitamente citadas en el reportaje y los clichés que éstas contagiaron al periodista, las numerosas veces que, aquí mismo, he polemizado con los señores Fernando Savater y Antonio Muñoz Molina me eximen de cualquier otro comentario. Pero hubo también fuentes anónimas, según se desprende de la interesantísima entrevista concedida por Mike Reid al diario El Mundo y publicada el pasado día 13. En estas declaraciones, el periodista se vanagloria de haber escrito su artículo "después de hablar con distintas personas. Muchas de ellas, quiero subrayarlo, viven en Cataluña".

¿Y qué le explicaron esos interlocutores indígenas? "Varios catalanes me dijeron que, para resguardar el catalán, basta con que sea el idioma en que se den las clases en la educación primaria. No en la educación secundaria ni en la Universidad". Con franqueza, no soy capaz de identificar a ningún partido, sindicato, asociación o colectivo -excepto la ultraderecha más marginal- que propugne hoy desterrar el catalán de las aulas en institutos y universidades. Así, pues, ¿a quién representaban esos catalanes con los que charló mister Reid? "Un economista catalán -añade- me decía que los trabajadores que llegaron de Andalucía y Extremadura para trabajar en el siglo XIX (sic) elegirían hoy cualquier otra región de España. (...) ¿Cómo va a instalarse alguien en Cataluña si sabe que sus hijos serán educados en catalán?". ¡Curioso economista éste, que, además de ignorar la cronología básica de las migraciones históricas, no se ha enterado aún del millón largo de personas instaladas en Cataluña durante los últimos tres lustros, indiferentes a la supuesta imposición lingüística que, siempre según Mike Reid, tanto lastra la economía catalana!

Cargado con este bagaje de tópicos -cuyo origen ideológico y mediático no es nada difícil de adivinar-, el reportero de The Economist comete errores tanto fácticos como de concepto. Es falso que "un español que no hable catalán no podrá enseñar en la Universidad de Barcelona". Y es grotesca la definición de cacique que, para justificar el uso de este epíteto contra Pujol, formula en la entrevista a El Mundo: "el cacique es una persona que ejerce el poder durante mucho tiempo, ayudado por todo un andamiaje en torno a ese poder". Ah, ¿entonces Margaret Thatcher, Felipe González, Helmut Kohl o el bávaro Edmund Stoiber fueron unos caciques? ¿Los calificó alguna vez The Economist como tales? No, mister Reid, no. Cacique es alguien que ejerce el poder durante mucho tiempo, sí, pero falseando la democracia ya sea mediante la coacción, la violencia, la compra de votos, la adulteración de censos o escrutinios, etcétera. Ese "andamiaje en torno al poder" al que usted alude se llama clientelismo, se estudia en todas las facultades de historia o de ciencias políticas y se da incluso en los regímenes democráticos más acrisolados. Al fin y al cabo, creo que lo del spoils system es un invento anglosajón, no catalán.

Por otra parte, ciertas reacciones mediáticas al reportaje de The Economist confirman en qué ambientes bebió su autor, y responden con creces a aquella pregunta que sugerían los clásicos: qui prodest, ¿a quién beneficia la pieza periodística? Basta ver el derroche de páginas con que el diario insignia del neonacionalismo carpetovetónico ha erigido el texto de la revista inglesa en argumento de autoridad, casi en dogma de fe. Basta ver cómo todos los columnistas locales con vocación de policías indígenas del españolismo se han lanzado a glosar y ensalzar el trabajo de Mike Reid. Basta ver quién lo exhibió cual espantajo desde su escaño en el Parlamento.

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Dicho lo cual, permítanme añadir que considero la indignación del Gobierno de la Generalitat ante el polémico reportaje excesiva, contraproducente y, en algún caso, hasta hipócrita. Mientras bullían las descalificaciones contra The Economist, Juan Carlos Rodríguez Ibarra -otro cacique, según el criterio de la revista- promocionaba el libro Rompiendo cristales y tenía ocasión de reiterar su vieja tesis de que "los nacionalistas no deberían tener escaños en el Congreso de los Diputados. No tiene sentido que un partido que no cree en España tenga sitio en una cámara donde se discuten los problemas de la nación entera". Al mismo tiempo un informe de la Fundación Alternativas, vinculada al PSOE, atribuía lo corto de la victoria socialista, el pasado mes de mazo, a "la reforma del Estatuto de Cataluña", determinante de "la fuerte pérdida de votos en algunas comunidades autónomas, como Madrid o Valencia".

Y bien, si un Rodríguez Ibarra que ha sido actor destacado de la política española durante tres décadas, si una Fundación encabezada por Pere Portabella y Nicolás Sartorius muestran esta falta de comprensión y de empatía hacia el autogobierno catalán, ¿podemos exigirle más a ese tal Mike Reid, responsable de la sección latinoamericana de The Economist?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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