Un laberinto explosivo
Los talibanes campan por sus respetos en gran parte de Afganistán
El deterioro de la situación de seguridad en Afganistán, y por tanto el fracaso de la comunidad internacional en estabilizar ese país, ha dejado de ser un tabú. Políticos y militares occidentales buscan estrategias para sacar a flote el proyecto más ambicioso de construcción de un Estado emprendido nunca. Se estudia un abanico de medidas: desde aplicar algunas de las fórmulas que han dado resultado en Irak, como el aumento de tropas o la creación de milicias tribales auxiliares, hasta dialogar con los talibanes. Sin embargo, por encima de todas ellas, hace falta un pacto regional que coordine los esfuerzos y asimile que el compromiso deberá extenderse varias décadas.
Tras el entusiasmo inicial con que los afganos recibieron a las tropas extranjeras de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) cuando llegaron a Kabul en 2002 y los 15.000 millones de dólares comprometidos para la reconstrucción de Afganistán, muchos ciudadanos se preguntan cómo es posible que los talibanes hayan logrado suficiente apoyo para campar por sus respetos en buena parte del país y amenazar a los soldados que han ido a ayudar.
Francesc Vendrell, en una reciente entrevista con EL PAÍS al concluir su mandato como representante especial de la UE, recordaba los errores cometidos por la comunidad internacional. Su análisis destacaba desde haber sido demasiado tolerantes con la corrupción del Gobierno de Karzai hasta no haber extendido el mandato de ISAF a todo el país en un primer momento.
Además, como explica el analista Ahmed Rashid, EE UU rechazó inicialmente implicarse en la construcción del Estado y, además, enseguida desplazó su interés hacia Irak. En el camino, se perdieron las señales que, tanto para los afganos como para buena parte de los cooperantes extranjeros, apuntaban al desastre, entre ellas, el refugio ofrecido a los talibanes por Pakistán.
El plan para armar a los grupos tribales no es nuevo. Los estadounidenses ya lo han hecho en algunas zonas fronterizas con Pakistán y cuenta con el apoyo de algunos sectores afganos. Se trata de los arbakais, fuerzas de autodefensa pastunes en teoría a las órdenes del Gobierno. La fórmula puede funcionar en el sureste del país, donde las estructuras tribales aún son fuertes, pero en el sur, en las provincias más problemáticas como Kandahar y Helmand, las tribus han perdido su independencia a causa de la guerra, la influencia talibán y, sobre todo, el narcotráfico, como ha reconocido el jefe de las fuerzas de la OTAN, el general Dan McNeil. En cuanto al aumento de tropas que viene reclamando el mando de la OTAN (que está al frente de la ISAF desde 2003) llega demasiado tarde. La amplitud del despliegue de fuerzas que sería necesario para marcar la diferencia en un país que es algo mayor que España, pero con una de las orografías más difíciles del mundo y sin apenas infraestructuras, es una quimera. Además, según un reciente ensayo publicado por Rashid y Barnett Rubin en la revista Foreign Policy, "la crisis en Afganistán y Pakistán ha llegado a un punto en el que ni siquiera el envío de más tropas serviría de ayuda". "Estados Unidos debe buscar un compromiso con los insurgentes a la vez que afronta las rivalidades e inseguridades regionales", señalan Rubin y Rashid (el último libro de éste, sobre el asunto, Descent into Chaos, será publicado en España por Península la próxima primavera).
Queda, pues, negociar con los talibanes. Y es necesario hacer una precisión. Los rebeldes que operan en Afganistán constituyen una amalgama que incluye además de a esos islamistas radicales, a otros grupos de ideología similar pero más próximos a Al Qaeda (Haqqani o Hekmatyar, por ejemplo), narcotraficantes, bandidos... Es importante que el Gobierno afgano y sus protectores occidentales distingan entre Al Qaeda y talibanes (algo que algunos analistas estiman imposible), y entre éstos y quienes al amparo de su revuelta sólo encubren actividades criminales.
Aun así, no está claro qué interés puede tener el ala dura de esos militantes en sentarse a negociar en un momento en que consideran que están ganando la guerra. A los insurgentes, a diferencia de lo que sucede a los ejércitos, les vale con no perder para ganar. Además, la posibilidad de que esos barbudos se sienten en el Gobierno pone los pelos de punta a muchos afganos, especialmente entre los activistas de los derechos humanos y los grupos de mujeres. Al mismo tiempo, el deterioro de la seguridad y la corrupción rampante han provocado que algunos echen de menos el régimen talibán. Incluso una voz tan ponderada como la de Fatana Gailani, presidenta del Consejo de Mujeres de Afganistán, ha manifestado desear "la reconciliación con los talibanes a través de una loya jirga (gran asamblea tribal)".
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