España ante la crisis
Hay dos explicaciones de la crisis. Una, que el capitalismo es malo per se, ya que permite que se desate la codicia de quienes tienen la sartén por el mango. Cuanto antes desaparezca, por tanto, mejor. Otra, que siendo bueno o al menos aceptable, se estropea de cuando en cuando, pero tiene arreglo. La segunda explicación es la más deseable, pues con ella las crisis tendrían remedio. Lo que no tendría remedio sería un derrumbe de nuestra organización socioeconómica sin nada que la sustituyera. El capitalismo o economía de mercado puede prevalerse de que, desaparecido el comunismo al comprobarse su inviabilidad, es el único sistema que existe hoy por hoy y no tiene sustituto. Lo tendrá algún día, dentro de 100 o 200 años, cuando la sociedad avance, haya menos escasez y se arbitre un sistema más justo y racional que el actual. Pero, entre tanto, no hay más cera que la que arde.
Nuestro país, con una deuda baja, puede conseguir aún mucho dinero para afrontrar la situación
Tenemos una economía de baja productividad y competitividad
Todo ello aconseja estar siempre ojo avizor para prever y corregir los posibles estropicios. Políticos y economistas, con contadas excepciones, han preferido, sin embargo, en los últimos años dejarse llevar por el optimismo, imbuidos de la idea de que el progreso sin fin estaba garantizado. Una idea bastante ingenua, pues la historia demuestra que todo progreso es dificultoso, presenta retrocesos y nunca permite cantar victoria.
La crisis actual, como toda crisis, requiere dos cosas. Primero, resolverla cuanto antes y lo mejor posible. Segundo, sacar lecciones para el futuro. Las soluciones, obviamente, no son fáciles. Requieren una visión global de lo que sucede y bastante reflexión, a veces incompatible con las prisas ante problemas urgentes. Con todo, cabe tomar medidas, tal como se está haciendo, aunque de un modo bastante desordenado. Hay que partir, claro está, de la premisa de que los socorros han de hacerse con dinero público, una premisa, por cierto, nada grata para los liberales a ultranza que ven tambalearse sus principios. Pero esos socorros son inevitables y lo que hay que plantearse es su cuantía, de dónde han de salir y cómo han de emplearse para que se aprovechen al máximo.
El modo mejor de allegar fondos públicos en una situación extraordinaria como la de ahora es incrementar la deuda estatal. Para ello España se encuentra en buena posición, ya que esa deuda es baja, menos del 40% del producto nacional. Si aumentara hasta el 60%, porcentaje aceptado en la UE, cabría obtener del orden de 250.000 millones de euros para hacer frente a la crisis, cifra suficiente para arreglar muchos rotos. Es cierto que habría que pagar los intereses de esa deuda acrecentada, pero ello resultaría tolerable.La cuestión más peliaguda es cómo acertar en el empleo de esa cuantiosa cifra. Inicialmente se pensó que sólo había que ayudar a las entidades financieras con problemas. Hay varias posibles intervenciones (comprar préstamos buenos o malos que hayan otorgado esas entidades, adquirir parte de su capital, garantizar los depósitos y el crédito interbancario), todas ellas compatibles entre sí y que son las que se han hecho o se van a hacer en los países que han establecido planes de emergencia contra la crisis, aunque de un modo más bien improvisado y con poca coordinación internacional. Pero al final, esperémoslo, las ayudas públicas fortalecerán el sistema financiero. Todo ello, claro está, a menos que se desencadenara un pánico general en todo el mundo, cosa harto improbable.
Ahora bien, resulta que la crisis es más gorda de lo que se pensaba y afecta, por contagio de los males financieros y por razones propias, a la economía real. Ello está ocurriendo en todas partes, pero especialmente en España. En nuestro país, desde la crisis bancaria de finales de los setenta y comienzos de los ochenta, la regulación y la supervisión de bancos y cajas han sido adecuadas, con lo que el sistema financiero español es más solvente que otros. En cambio, la economía real se está viendo en apuros.
Hay tres indicadores fundamentales de nuestra economía que están peor que en casi todos los demás países avanzados: paro, inflación y déficit exterior. Tal cosa demuestra que tenemos problemas estructurales, que existen desde hace tiempo y que se explican en parte por la historia política y económica un tanto complicada de los últimos 50 años, pero también porque ninguno de los Gobiernos de esa época pudo o quiso abordar el asunto, que ahora se plantea con virulencia por causa de la crisis.
Esos problemas de fondo consisten en que tenemos una economía de baja productividad y competitividad, que ha podido progresar basándose en sectores donde no había competencia exterior, como ocurrió en un principio con el turismo y hace poco con la construcción.
La paradoja de la economía española estriba en que en medio siglo su renta per cápita se ha sextuplicado sin corregir defectos de fondo. Baste un ejemplo. El presidente del Gobierno dijo no hace mucho que podríamos alcanzar económicamente a Francia, cosa que parece de todo punto imposible mientras el país vecino tenga una productividad, esto es, producción por unidad de trabajo, superior en casi un 50% a la nuestra. Hay baja productividad en España porque en términos comparativos nos falta tecnología, investigación, formación, organización y, en cambio, sobran trabas burocráticas, mercados fragmentados y cauces comerciales distorsionados. Además, la actitud del español medio ante el trabajo es de poca autoexigencia. Un ejemplo reciente es el de los secretarios judiciales que consideran, al parecer, que la falta de medios, sin duda cierta, justifica que las cosas se hagan, no mal, sino muy mal.
Los problemas de fondo de la economía española no se van a resolver, desde luego, en poco tiempo. Pero sí cabe tomar nota de su existencia aprovechando que la crisis los pone al descubierto y cambiar la visión optimista de nuestra economía por otra más realista. Políticos, empresarios, sindicatos, economistas, medios de comunicación y demás deberían predicar una mentalidad de más esfuerzo y menos complacencia. Ello no obsta, claro es, para que haya que atender a lo más urgente, que es que salgamos cuanto antes de la recesión a la que estamos abocados. Son tantos los sectores afectados, construcción, turismo y hostelería, automóvil, pymes, transporte y comercio, etcétera, que es imposible ayudar directamente a todos.
¿No sería entonces mejor contribuir con carácter general a que los consumidores tengan más poder de compra y a que los productores bajen sus costes, mediante las bonificaciones fiscales que permitan los fondos extraordinarios disponibles?
En definitiva, atravesamos un momento económico delicado, en el que nuestros gobernantes tienen que aunar inteligencia y voluntad, olvidándose de pasados optimismos y haciendo algo que no se ha hecho cabalmente hasta ahora: tener una visión conjunta de las dificultades de la economía, tanto financiera como real, con un plan de ayudas públicas ordenado, cuantificado y desglosado, con indicación de costes y objetivos.
Y también habría que aprovechar la crisis para hacer un chequeo general al estado de salud de nuestra economía, con un diagnóstico y un tratamiento a plazo mediano y largo. Lo mismo que partiendo de una situación difícil hemos logrado afianzar la democracia, ahora corresponde consolidar el bienestar, que es lo más importante que tenemos después de vivir en libertad.
Francisco Bustelo es catedrático jubilado de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense
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