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Columna
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Paralelismo

Enrique Gil Calvo

Leo en la prensa digital que el último juego político que se ha puesto de moda consiste en buscar paralelismos entre el ascenso al poder de Barack Obama y el de Rodríguez Zapatero. Un juego en el que las dos Españas tratan de hacer apuestas contrarias, pues mientras la izquierda progresista, ya sea central o autonómica, tiende a fijarse en las posibles semejanzas entre ambas ejecutorias, la derecha patria, en cambio, prefiere subrayar las abismales diferencias que las separan, hasta el punto de que algunos de sus líderes, como Aznar o Aguirre, han llegado a ensalzar a Obama para poder desacreditar mejor a Zapatero. Pues bien, aunque ya sabemos que todas las comparaciones son odiosas, juguemos a cotejar sus respectivas ascensiones al poder, en 2004 y 2008.

Aznar o Aguirre han llegado a ensalzar a Obama para desacreditar mejor a Zapatero

¿En qué se parece la victoria del presidente estadounidense a la del español? La primera semejanza procede de su nominación para la candidatura presidencial, pues ambos se la robaron limpiamente al rival que partía como favorito: el señor Bono, en el congreso del partido socialista de julio de 2000, o la señora Clinton, en las primarias del partido demócrata en la primavera pasada. Después, una vez nombrados candidatos oficiales, cuando las encuestas demoscópicas les eran relativamente desfavorables, y justo en vísperas de los comicios presidenciales, se produjo por sorpresa un estado de excepción que provocó un vuelco del clima de opinión en el sentido más favorable a sus intereses.

Me refiero, claro está, al trágico atentado de Atocha, el 11 de marzo del 2004, y al estallido de la crisis financiera internacional en el octubre negro de 2008. Y además, sus rivales del partido en el poder no supieron reaccionar con propiedad, pues Aznar intentó desviar la atención sobre los autores de la masacre y McCain también dio la espantada ante la debacle de los mercados. Finalmente, la indudable victoria que ambos alcanzaron puede ser explicada no tanto por sus propios méritos o los de sus difusos programas sino ante todo como un claro voto de castigo al presidente saliente (Bush y Aznar, compañeros de foto en las Azores) y a su siniestra plataforma política: el pensamiento neocon, que desató contra Zapatero y Obama una sucia campaña destructiva.

Por lo demás, al margen de la cronología de su ascenso al poder, también se puede establecer una cierta analogía entre el común estilo mediático de su puesta en escena, perfectamente calculada al milímetro como un espejismo deslumbrante: el famoso talante de ZP y la contagiosa obamanía, orquestadas para conducir a las multitudes a las urnas como en el cuento del flautista de Hamelin. Y por lo que respecta al contenido de sus campañas electorales, ambos aspirantes centraron sus mensajes en el llamado buenismo (técnicamente, ciudadanismo), que hace de la defensa de los derechos ciudadanos de los más desfavorecidos (mujeres, discapacitados, inmigrantes, clases bajas y minorías étnicas) su principal encuadre o marco de referencia (framing).

No obstante, todas estas posibles semejanzas palidecen hasta casi desaparecer ante la inequívoca constatación de sus patentes diferencias. La más evidente e inmediata es por supuesto la negritud de Obama: un estigma de condena congénita, en los racistas Estados Uni-dos, que le marcó con el aura de la perfecta autenticidad. En el mundo de la política, todo es representación, simulacro y puro teatro: como la supuesta rebeldía de McCain o el ficticio talante de ZP. Pero la negritud de Obama es tan irrefutable como convincente. Es esa misma negritud que a tantos estadounidenses blancos, y occidentales en general, nos ha enseñado a amar con devoción y fanatismo el carisma de la música negra: el blues, el jazz, y para los jóvenes de hoy, el hip hop. Y esa negritud estigmatizada es la que ha hecho de Obama un candidato excepcional en el país del excepcionalismo por antonomasia: los EE UU.

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Algo fuera del alcance de Zapatero: un candidato que no parece adornado por la virtud de la autenticidad. Y esta diferencia entre ambos está subrayada por su carrera personal: el estadounidense, un outsider hecho a sí mismo como activista del trabajo social; y el español, un político profesional culiparlante. De ahí que, en cuestión de carisma, la distancia entre Obama y Zapatero sea sideral: si aquél transmite credibilidad, confianza y poder de convicción, nuestro improvisado presidente sólo genera perplejidad y escepticismo. Pero la psicología política no explica más que una parte muy pequeña de la realidad. De ahí que no debamos atribuir demasiada importancia a esa pequeña diferencia, pues hay otras que parecen más graves, entre las que sólo apuntaré una. Mientras Obama ha prometido unificar a su país, superando la polarización partidista, Zapatero ha hecho a la chita callando justo lo contrario: profundizar las divisiones entre las diversas Españas, sacando partido de un clima de confrontación política que hasta ahora le beneficia.

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