La muerte después de la muerte
En ese momento lo entendió.
Llevaba un montón de años oyendo hablar de lo mismo, y a los diecisiete, un montón de años son una vida entera, pero nunca había llegado a entenderlo del todo. Oía hablar a su madre, oía hablar a su abuelo, oía hablar a sus primos, a sus tíos, y, bueno, pues sí, les entendía, entendía las palabras que decían, y el sentido de aquella historia pequeña, triste y sucia, que seguía siendo triste, y seguía siendo sucia, a pesar del tiempo y de la Historia grande, la que se escribe con mayúscula. Pero la excursión del primero de noviembre de cada año nunca había sido para él nada más que eso, una excursión.
Ese día, aunque fuera fiesta, se levantaban todos antes que cualquier jornada laborable, y su madre hacía el desayuno con un estado de ánimo peculiar, una determinación que no excluía cierta dosis de tristeza, una melancolía delegada, pensaba él, casi ajena, porque no era suya, no podía pertenecerle. Ella había nacido mucho tiempo después de todo aquello, así que, al verla moverse por la cocina, nerviosa, preocupada, él pensaba en su abuelo, que también estaría ya levantado, que se habría vestido, y habría desayunado, y estaría esperando a que pasaran a recogerle, como todos los años. El abuelo sí, pensaba él, porque cuando ocurrió aquella historia pequeña, y triste, y sucia, era un crío, pero ya vivía, y había seguido viviendo muchos años sin haber vuelto nunca a tener un padre. Por eso, él madrugaba sin protestar, se metía en el coche medio dormido, empaquetado entre su hermana y su madre, que llevaba al pequeño en brazos, y se chupaba un montón de kilómetros sin decir ni mu hasta que se iban acercando a su destino, y su padre tenía que aminorar la velocidad para circular en caravana con otros muchos coches que tocaban la bocina al reconocerse entre sí.
Así empezaban a subir por un puerto de montaña, parecido a cualquier otro y sin embargo distinto, al menos para su abuelo, para su madre, para todos los abuelos y abuelas y padres y madres que viajaban en los coches que todos los años, el primer día de noviembre, formaban un atasco monumental e inesperado a lo largo de la carretera que lleva al puerto de La Pedraja, en la Nacional 120, entre Burgos y Logroño. Así llegaban a un lugar donde en apariencia no había nada, una explanada con sus piedras y sus matojos, con sus árboles y su suelo de tierra, nada, un trozo de monte como hay miles, decenas de miles, centenares de miles, millones, billones en el mundo. Nada y trescientas personas, nada pero doscientos cincuenta hombres, cincuenta mujeres abocados a la nada, la nada brutal y perpetua de la muerte, y la muerte después de la muerte, después de la muerte, después de la muerte.
Eso sí lo podía entender, trescientas personas, doscientos cincuenta hombres, cincuenta mujeres asesinados por sus ideas, en la misma noche, a oscuras, sin cargos y sin juicio, de un plumazo, carguen, apunten, fuego, y carguen, apunten, fuego, y carguen, apunten, fuego, y tres centenares de cuerpos cayendo sin cesar, de diez en diez, de veinte en veinte, y entre ellos, el padre de su abuelo, que nunca volvería a tener un padre. Nada y trescientos cuerpos enterrados deprisa, a oscuras, de mala manera. Para cavar las fosas llamaron a muchachos de los pueblos cercanos, y cada uno fue reconociendo a sus propios vecinos muertos. Por eso, las familias de los asesinados de La Pedraja no van a exhumar ningún cuerpo. Saben quiénes son, cuántos son, como se llaman. En 1981, ellos mismos, sin ayuda de nadie, pagaron un monolito para honrar su memoria. Ahora, gracias a la Ley de Memoria Histórica, han previsto convertir los alrededores de las fosas, unos simples túmulos con arbolillos encima, en un cementerio civil donde figuren los nombres de todas las víctimas. El anteproyecto ya ha sido presentado, pero de momento no hay nada, no debería haber nada, y sin embargo...
Él nunca lo había entendido del todo, pero este año, al bajarse del coche, ve una especie de merendero improvisado alrededor de los túmulos, mesas y bancos de madera, y un cartel, "Valbuena, área de descanso del Camino de Santiago". ¿Qué es esto?, se pregunta, y ve la misma pregunta en el rostro de su abuelo, en el de su madre. ¿Qué es esto? El área de descanso se ha instalado con todos los permisos oportunos, incluido el de la Junta de Castilla y León. ¿Qué es esto? Y el puerto es enorme, el monte es enorme, kilómetros y kilómetros cuadrados de tierra vacía, inculta, disponible. ¿Qué es esto? Y se le llenan los ojos de lágrimas, y sus ojos sólo tienen diecisiete años, pero las lágrimas son lágrimas, y son suyas. ¿Qué es esto?
A la autora de este artículo le gustaría que ustedes también respondieran a esa pregunta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.