Víctimas de cercanías
Este año se llevan los jerséis a rayas. Los hay muy bonitos. Combinaciones de tonos soñadores, ráfagas brillantes. A los chicos les sientan muy bien.
El muchacho al que vi hace unos días en la estación de Atocha me pareció que lo lucía mejor que otros contemporáneos suyos. Era un suéter gris claro con rayas marengo, o viceversa, y del hombro del joven colgaban su bolsa de viaje, una chupa, el ordenador portátil en su funda y alguna que otra cosa más. Llevaba también la maletita a ruedas de una señora unos diez años mayor que yo, y que me confesó estar muy mal de las piernas. El equipaje lo llevaba el chico usando el lado derecho de su cuerpo. Con el izquierdo intentaba ayudar a la dama en su descenso por las escaleras, colocándose de tal forma que su cuerpo frenaría su caída, de producirse. Su nieto, pensé.
Aquí, retrocedamos. O concretemos: estación de Atocha, entrada de Cercanías. No hay escalera mecánica para descender, sólo para subir. ¿Suponemos que sólo los que regresan a Madrid necesitan de ese artilugio? ¿Por qué capricho del diseño de interiores tienen que despeñarse por las escaleras los usuarios de ida que, por edad o por enfermedad, no pueden saltar los escalones arrastrando sus bultos de viaje? Y el ascensor... ¡No hay!
Siendo grave lo que acabo de contarles, que lo es, habrá, sin embargo, quien se diga: "Bueno, para ir a cercanías no hace falta una maleta". No, señores. En cercanías se incluyen El Escorial y Aranjuez, como mínimo, lugares turísticamente muy visitables. Y todo el mundo tiene derecho a llevar y traer de pueblos cercanos aquello que se le antoje, incluido su propio ser más o menos impedido.
Además, hay que utilizar forzosamente ese ingreso para tomar trenes regionales: por ejemplo, los que van a Alicante, Cartagena y Murcia. El mosaico se va ampliando y, allá en la Zona del Caos, el desconcierto crece y adensa. Los cambios de vía se anuncian tímidamente por una megafonía que queda ahogada por los ruidos propios de una estación muy frecuentada por el público. Las personas duras de oído deben permanecer muy atentas. Personal de ayuda al cliente, poco. Al menos, yo no lo vi.
Pero allí estaba el muchacho del jersey a rayas grises, colaborando con el descenso de la mujer por una de las dos escaleras, cuyas barandillas... Ah, sí, las barandillas. Son anchas y planas -seguramente, de diseño-, tan anchas que no se pueden abarcar con la mano. Por eso una se puede apoyar, pero no sujetar. Resultaría incluso más seguro deslizarse patiabierta por ellas, como Pipi Calzaslargas... siempre que a pie de barandilla estuviera el SAMUR.
Un desastre. Parece ser que todo lo que no sea AVE va manga por hombro, al menos ahí. De modo que rezo para que llegue el día en que podamos ir en AVE de Cercanías a Lejanías y de Entre Medias a Entre Picos.
Entre tanto, siempre nos quedarán los chicos sensibles que se aprestan a ayudar a las damas perjudicadas por el tiempo. Porque, mientras yo intentaba bajar por la escalera contigua a aquella por la que descendía la anciana, agarrándome a la barandilla con las dos manos para no poner mi pierna sin rótula en peligro, la mujer y yo hicimos una amistad y comentamos las condiciones reinantes.
-Al menos, usted tiene a su nieto -la animé.
El chaval sonrió:
-No, no, soy uno que pasaba y he visto que era imposible que se las arreglara ella sola, tal como está esto.
-Es un voluntario -explicó la señora, haciendo una pausa para tomar aliento.
Y había en su sonrisa la calidez de quien ha hallado un rostro humano entre la multitud, un gesto de solidaridad en el barullo de cuerpos que se cruzan y tropiezan, de gente que busca su tren con una expresión de desvalimiento en el rostro y la torpeza de la urgencia en el cuerpo.
Una dama y un muchacho.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.