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Columna
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Monroe y el 'narco'

Un presidente norteamericano, James A. Monroe, enunció en 1823 un principio clave de política exterior para su país: "América para los americanos", fundamentalmente dirigido contra Gran Bretaña y sus plazas caribeñas, y ponía sobreaviso a España de que Cuba y Puerto Rico eran excentricidades pronto intolerables.

Hoy, a casi dos siglos de aquella enérgica premonición, América está dejando de ser para los americanos. Si con ello nos referimos a Estados Unidos -que es lo que Monroe debía tener en mente-, es así porque el vacío de poder creado por la dimisión, impotencia, o distracción de la hiperpotencia está atrayendo a una comitiva de incipientes sustitutos como Rusia, que se dispone a hacer maniobras navales en el Caribe a invitación del presidente venezolano, Hugo Chávez, y como subraya el profesor argentino Juan Gabriel Tokatlian, también a media Asia, desde China con inversiones, comercio y soft power, hasta Japón, India y el Irán del presidente Mahmud Ahmadineyad, a quien visitará el jefe del Estado ecuatoriano, Rafael Correa. Pero hasta aquí, todo normal, porque la naturaleza geopolítica tiene horror al vacío y siempre reemplaza lo que desaparece. Mucho más grave es que los otros residentes del mundo americano, de raíz latina e ibérica en buena proporción, también estén perdiendo América, pero en su caso ante la narco-delincuencia, o el crimen organizado, que domina las urbes latinoamericanas y disputa al Estado el control del territorio mismo.

América está en trance de dejar de ser para los americanos, salvo que sean narcotraficantes

El chileno José Miguel Insulza, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), ha dicho que América Latina no era la parte más pobre del mundo, pero sí la más injusta. Hay muchas más razones, sin duda, para el crecimiento de la violencia, narcotizada o no, que una canallesca distribución de la riqueza, y cada país tiene su historia particular, pero el fenómeno se extiende desde Tierra del Fuego a Río Bravo.

En México el Gobierno ha tenido que declarar la guerra al crimen, en un combate que debe librar primero contra su propia policía. En América Central se viven situaciones como la de Guatemala, donde la región del Petén es tierra narco, a la que no se avecinan las fuerzas de seguridad, y un titular de prensa informaba hace poco que había 250 asaltos diarios a autobuses de servicio. La profesión más peligrosa de Guatemala tiene que ser por ello la de pasajero de autobús, porque con esa proporción un día, y no muy tarde, seguro que te toca. Y las cifras en el reino de las maras, Honduras y El Salvador, notablemente, son aún peores. En Venezuela, la largueza asistencial del Estado no ha impedido que la criminalidad se dispare, dejando atrás a Colombia, que tenía una tradición quizá mayor para el crimen por culpa de las FARC. En la propia Colombia es cierto que la política de "seguridad democrática" del presidente Álvaro Uribe ha hecho retroceder a la guerrilla que un día fue marxista y hoy es sólo cocalera, y el número de muertes por esta causa y por acción de los paramilitares, parcialmente desmovilizados, ha caído verticalmente, pero el precio colateral ha sido la destitución de 25 oficiales del Ejército, tres de ellos generales, por su implicación "en el asesinato de inocentes". Y, si inicialmente, la delincuencia común pareció que se achantaba con la ofensiva del Estado, las cifras ya recobran el vigor malsano de antaño. Por lo que respecta al resto de América Latina, aun con algunos claros en el Cono Sur, la inseguridad no deja de agravarse, sin exceptuar siquiera a Buenos Aires, que durante generaciones pudimos creer tan segura como cualquier ciudad europea.

Un Estado que no puede garantizar unos mínimos razonables de seguridad no es verdaderamente soberano y está haciendo méritos como Estado fallido. Sabíamos que la inseguridad era un problema endémico en toda Latinoamérica, pero el narcotráfico y las políticas neoliberales lo han agravado en las últimas décadas. El presidente brasileño Lula reclamaba en la cumbre de El Salvador la recuperación del Estado para impedir que se repitiese la catástrofe financiera, pero, mucho más que eso, la falta de Estado es lo que impide a una gruesa proporción de países iberoamericanos competir en el mundo; y, por lo visto, ni los altos índices de crecimiento, como en Perú, ni el petrodólar venezolano son lenitivo suficiente.

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América está en trance de dejar de ser para los americanos, salvo que sean narcos; pero lo que pierda Estados Unidos es un problema político de Estados Unidos; mientras que lo que pierdan los ciudadanos, lo pierde toda una civilización.

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