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El auge de los alimentos sin control sanitario desborda a la Generalitat

Salud lamenta la baja exigencia de las inspecciones fronterizas de la UE

Los alimentos que cruzan la frontera de forma irregular se multiplican pese a los controles de la Generalitat. Así lo admite el Departamento de Salud, incapaz de seguirle el rastro al grueso de los comestibles manufacturados que entran en Cataluña de modo ilegal, se comercializan a través de redes clandestinas y son consumidos al margen de todo registro sanitario. El fenómeno, en franco aumento de la mano de la globalización, motivó que el pasado septiembre la Unión Europea alentara a Cataluña -y a otras comunidades- a estrechar el cerco sobre estos productos irregulares. La Agencia de Protección de la Salud (APS), que vela por el cumplimiento de la normativa sanitaria, anticipa que todo esfuerzo catalán quedará en una sucesión de buenas intenciones. "Controlamos los productos elaborados en Europa; lo demás escapa a nuestros medios. La UE debe intensificar los controles fronterizos; cuando fallan, quedamos desbordados", detalla Xavier Llebaria, director gerente de la APS.

"Lo que se produce fuera de la UE escapa a nuestros medios", dice Salud
Unos 600 locales venden comestibles irregulares en Cataluña

La detección de estos productos irregulares tiene mucho de casual: las inspecciones y el autocontrol exigido a los productores, pilares de la vigilancia alimentaria, son eficaces ante los alimentos frescos. Los manufacturados son otra historia: su reconocimiento corre a cuenta del servicio de aduanas, "donde la exigencia es mucho menor", apunta Llebaria. Ello ha abonado el terreno para que florezca un mercado no regulado y rampante en Cataluña. "A orillas del gran tráfico de mercancías crece una bolsa de comercio residual pero incontrolada. No llegamos a todas partes", añade Albert Melià, subdirector de la Agencia Catalana de Consumo.

El incremento de este comercio es signo de prosperidad: algunos extranjeros afincados en Cataluña han levantado boyantes estructuras en las que comercializar sus alimentos autóctonos. Estas redes se atomizan año a año, siguiendo la curva de la demanda que los foráneos extienden por el territorio a un ritmo incierto. "Es similar a la economía sumergida. Si digo que ha crecido el 30% no habría forma de comprobarlo", dice Llebaria.

Este mercado se nutre de productos fabricados en países como China o India, cuyas laxas exigencias en materia sanitaria permiten poner a la venta alimentos poco rigurosos que alcanzan las estanterías catalanas con pasmosa facilidad. Lo hacen por vía marítima desde contenedores cuya documentación miente a los inspectores. Otros explotan la permeabilidad de las fronteras terrestres europeas. En ambos casos topan con la misma puerta: los puntos de inspección fronteriza de la UE (PIF), gestionados por el pertinente gobierno nacional y regulados según normativas de la UE. El puerto barcelonés da ejemplo de cómo flaquean estos filtros: en 2007 recibió 2,6 millones de contenedores. Sólo el 1% de ellos declaró ser de origen animal, lo que obliga a someterlos a controles físicos. El resto pasó por los controles convencionales. Un alto cargo de Salud pone la guinda a la porosidad del sistema: "Con tal tráfico cuesta verificar que un contenedor que debe contener jerséis contenga, realmente, jerséis. Imagina el resto".

La ampliación del proyecto europeo también ha puesto de su parte: no hay aduana perfecta; pero si existiera, cuesta imaginarla en Estonia o Rumania. Ambos países acogen los flamantes PIF de la UE. "Se han relajado, pero es lógico: todo país necesita rodaje para adaptarse a la normativa comunitaria", les excusa Llebaria.

En pleno centro barcelonés, el colmado de Ahyib está de oferta. Los productos se hacinan en el almacén y necesita hacerles hueco. "¿Fecha de caducidad? No tiene", asegura entre cajas de sopas en polvo fabricadas en Calcuta. Los envases no presentan signo alguno de lengua comunitaria ni el pertinente sello de la UE. La escena se repite en muchos de los 600 locales de alimentación en Cataluña que, estiman técnicos de Salud, venden productos importados y sin etiquetar, sinónimo de irregularidad. La propagación de estos comercios se apoya de forma creciente en la población autóctona. Elisenda Díaz, empresaria de 32 años que reside en el Eixample, ya sólo compra en el supermercado asiático que le queda a dos pasos de casa. "Es más sano. Utilizan menos conservantes y dan un toque exótico que gusta a los invitados", bromea antes de asegurar que nunca ha tenido inconvenientes. El local en el que rebusca salsas de soja fue intervenido por Salud el mes pasado: vendía caramelos sospechosos de estar intoxicados. Elisenda quita hierro al asunto. "Sabes qué productos son raros y cuáles no. Es sentido común", observa.

"Pura cuestión de suerte", contrapone José Miguel Sanz, presidente de la Asociación de Consumidores de Cataluña. Sanz critica que los consumidores están excesivamente desprotegidos ante los productos irregulares por culpa de una debilidad muy humana: todo cliente incuba una fe ciega ante el más mínimo indicio de envase que halle a la venta. "Y los controles que supervisan estos productos están desfasados, a años luz de la realidad", protesta Sanz. La avalancha de mercancías que atiborra puertos y fronteras echa el resto.

Alertas descoordinadas

El sistema de alertas, mediante el que las agencias europeas de protección alimentaria se coordinan entre sí, posee una eficacia notable. El problema es activarlo. Su aplicación en Cataluña depende de la Generalitat, que posee las competencias para hacer efectiva la alarma, y del Ministerio de Sanidad, responsable de declararla.

El planteamiento, lógico sobre el papel, tiene sus complicaciones. A nadie le apetece decretar una alerta que luego se revele innecesaria: implica un desgaste en forma de miles de euros que pagar, como compensación, a la empresa fabricante del producto. Por ello la UE suele iniciar las alertas en forma de "recomendaciones", zona gris donde las administraciones se mueven con torpeza. El ministerio insta a las comunidades autónomas a que actúen, pero evita oficializar la alarma. Las comunidades se agitan y desorientan entre sí: unas aguardan, otras actúan y algunas sobreactúan generando una espiral que lleva a las primeras a exigir la implantación de la alarma, lo que Sanidad suele ignorar.

"El ministerio prefiere hacer de mensajero de las notas de la UE. Le cuesta atreverse a coordinar estas situaciones", lamenta el director de la Agencia de Protección de la Salud catalana, Xavier Llebaria.

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