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Reportaje:GEORGIA

En alerta roja

Pishite pravilno", "escriba con detalle, escriba lo que de verdad ha pasado", no paran de repetir. Por todas partes lo dicen, tanto en Osetia del Sur como en Abjasia y también en Georgia, y por supuesto que quiero escribir lo que de verdad ha sucedido, pero no es fácil. "Todo el mundo cuenta historias que justifican sus ideas preconcebidas", manifiesta Dan Kunnin, consejero norteamericano del presidente georgiano Mijaíl Saakashvili, desde su oficina del nuevo Palacio Presidencial de Tbilisi. ¿Quién es el agresor?, ¿quién es la victima? Para los georgianos, su "integridad territorial" y, por tanto, su derecho a retomar el control a cualquier precio de sus dos regiones separatistas son sagrados; para los osetios y, sobre todo, para los abjasios, se trata de una injusticia histórica y una aberración, y la idea de volver a unirse un día a Georgia les parece tan grotesca como pedir a los estonios que vuelvan a unirse a Rusia. "Lo que no entiendo", me dice un día en Sojumi, la capital de Abjasia, el historiador Stanislav Lakoba, secretario del Consejo de Seguridad de Abjasia, "es por qué los occidentales, que se declaran a sí mismos opositores de Stalin, quieren imponernos las fronteras que trazó Stalin".

Para los abjasios, su nación, en constante competencia con los principados georgianos, nunca ha formado parte de Sakartvelo (Georgia), un territorio de geografía variable antes de que los nacionalistas mencheviques y más tarde los revolucionarios bolcheviques le dieran su actual forma. Según una creencia ampliamente extendida, cuestionada por investigadores para quienes la realidad es mucho más compleja, el georgiano Stalin habría "dado" Abjasia a Georgia en 1931 en calidad de república autónoma, ya que anteriormente ostentaba un estatuto similar. En diciembre de 1991, los tres presidentes eslavos de la URSS, Borís Yeltsin y sus homólogos de Bielorrusia y Ucrania, decidieron que de la disolución de la Unión surgirían las fronteras de las 15 repúblicas soviéticas, sin llegar a ningún acuerdo sobre los derechos de las repúblicas autónomas de Abjasia, Chechenia o Nagorno-Karabakh -por citar solamente a éstas-; una decisión unilateral tomada sin consultar a los interesados y reconocida inmediatamente por una comunidad internacional inquieta y traumatizada (con razón) después de la II Guerra Mundial por cuestionar las fronteras por muy arbitrarias que fueran. Los georgianos se oponen a esta historia con un dato: el 17,8% de la población de Abjasia en 1991 eran abjasios (frente al 45,7% de georgianos) y ocupaban el poder gracias al principio soviético de "nación titular". Y los abjasios, a su vez, mencionan la política de colonización llevada a cabo por Beria; y los georgianos se acuerdan de la limpieza étnica que hubo tras la guerra de 1993... Enfrentamientos sin fin y sin resultado que, a fuerza de creer en los hechos por muy trágicos que fueran, han conseguido, al menos hasta ahora, terminar en violencia.

Aunque, a su vez, estos hechos generan nuevos enfrentamientos sobre cuestiones vitales como las siguientes: ¿quién empezó?, ¿quién es el agresor?, ¿quién es la víctima?, ¿a quién hay que maldecir por todos estos muertos y toda esta destrucción?

La versión que los georgianos anteponen hoy día es que no hicieron otra cosa que defenderse contra una invasión rusa organizada desde hace tiempo. "Sería ridículo pensar de otra manera", declara Dan Kunnin. Desde primeros de agosto, la tensión con Osetia del Sur, que sufrió los atentados y bombardeos de las posiciones georgianas alrededor de Tsjinvali, la capital osetia, llegó al límite. La comunidad internacional reaccionó de forma tibia, contentándose con decir a los georgianos: "No cedan a las provocaciones", pero sin presionar de ninguna manera a los rusos para que contuvieran a sus amigos osetios. Los combates comenzaron la noche del 7 al 8 de agosto con un bombardeo georgiano sobre Tsjinvali, seguido de una invasión en toda regla. Legítima defensa, afirman los georgianos: cientos de blindados rusos ya habían pasado por el túnel de Roki, que une Osetia del Sur y Rusia, y el objetivo de las operaciones georgianas no era otro que detener, o al menos reducir, la invasión rusa. "Era la crónica de una guerra anunciada", me diría una noche mientras bebíamos una copa de vino en el hall del hotel Marriott de Tsjinvali Guiga Bokeria, viceministro de Asuntos Exteriores y quizás uno de los políticos más influyentes de Georgia. "Al igual que con García Márquez, todo el mundo conocía el argumento. Sabíamos que esto iba a ocurrir, aunque no esperábamos que tuviera esta magnitud y que fuéramos a perder", continúa Guiga. "Hay que hacerles pagar un precio, y ya lo están haciendo. Están pagando un alto precio ante la comunidad internacional por la destrucción de todos esos pueblos y esos 10 kilómetros. Para ellos, la única victoria hubiera sido un cambio de régimen. Sin eso no han ganado nada".

El problema de este discurso es que contradice las declaraciones georgianas en el momento del inicio de las operaciones. Cuando comenzó la invasión sobre Tsjinvali, la noche del 7 de agosto, el general Mamouka Qourachvili, comandante de las fuerzas georgianas de mantenimiento de la paz, declaró en la televisión que Georgia acababa de lanzar una operación "para restablecer el orden constitucional en Osetia del Sur"; poco después, Dimitri Sanakoev, antiguo separatista que se encontraba en Tbilisi, se dirigió a los osetios, en su lengua, para explicarles que Georgia traería la democracia. Antes del 8 de agosto nadie mencionó en público los blindados rusos. En privado, las cosas eran más complicadas. Eka Tkecelachvili, ministra de Asuntos Exteriores de Georgia, me llamó y me dijo: "Los rusos están entrando en Osetia del Sur con carros y más de 1.000 hombres, no hay elección, hay que romper el alto el fuego".

La versión rusa tiene el mérito de ser clara y cuando menos honesta: Saakashvili es un psicópata, además de un drogadicto, que ha lanzado una ofensiva genocida a la que Rusia no podía hacer otra cosa que oponerse. Sin embargo, no sólo los rusos maldicen a Saakashvili por haber iniciado las hostilidades. En efecto, desde su llegada al poder en 2004, después de la revolución de las rosas, Saakashvili ha mantenido siempre un discurso muy agresivo contra las dos regiones separatistas que a algunos les recordaba al del primer presidente de la Georgia independiente, Zviad Gamsakhurdia, que consideraba a los osetios como "cerdos indoeuropeos", a los extranjeros como "anfitriones ingratos", y que fue quien desencadenó el primer conflicto con los osetios, conflicto que Tbilisi perdió. El nacionalismo de Saakashvili no tiene ese carácter racista, pero él, que le gusta que le comparen con el gran rey David, ¿habría soñado con retomar estas tierras por la fuerza? En cuatro años dilapidó en el ejército un porcentaje exorbitante del PIB de su país. "Misha (en Georgia se llama a todo el mundo, incluso al presidente, por su nombre o diminutivo) siempre ha estado a favor de una solución militar", me dijo un día en Tbilisi una periodista georgiana que le conoce desde hace más de 10 años. Además, algunos están convencidos de que la invasión de Osetia del Sur no ha sido más que el principio. "Muchos oficiales me han confirmado que esperaban invadir Abjasia sobre la marcha", me contó una tarde Erosi Kitsmarichvili, embajador de Georgia en Rusia. "Pensaban barrer a los osetios en 24 o 36 horas, lanzando a continuación una doble ofensiva contra los abjasios y luego contra la base de Senaki y el desfiladero de Kodori". Así que el hecho de que el grueso de las tropas georgianas se encontrara en el oeste del país el 7 de agosto no sería una prueba de falta de preparación, sino todo lo contrario.

Kitsmarichvili, propietario de la muy influyente cadena de televisión Rustavi 2, fue durante la campaña electoral de enero pasado asesor de Saakashvili, antes de ser nombrado embajador en Moscú, donde intentó estrechar lazos con el presidente ruso Medvédev y su entorno liberal. Después de los sucesos de agosto decidió pasarse a la oposición. No parece raro pensar que Saakashvili cayó en una trampa rusa. Efectivamente, todo el mundo sabía que los rusos estaban preparando algo. El mismo Putin lo había anunciado justo después del reconocimiento internacional a la independencia de Kosovo, a la que Moscú contestó con energía. A primeros de mayo, Rusia desplegó 1.000 paracaidistas en Abjasia, además de otros 400 hombres pertenecientes a las tropas de ferrocarriles que fueron enviados para reparar una vía férrea estratégica que une las localidades de Soukhoumi y Otchamtchiré, a pocos kilómetros del puesto de control, violando así los acuerdos de mantenimiento de la paz. El 15 de julio, mientras se intensificaban las provocaciones cerca de Osetia del Sur, tenía lugar un ejercicio militar de gran envergadura, Kavkaz 2008, en la región militar rusa del Cáucaso Norte (SKVO), un pretexto perfecto para instalar en la región tropas de élite, blindados y aviones, fuerzas que permanecieron allí cuando finalizó el ejercicio. A finales de julio, el analista militar ruso Pavel Fergenhauer publicó un artículo en el que describió con todo lujo de detalles lo que sucedería una semana más tarde. ¿Entonces, cómo es posible que Saakashvili y sus halcones pudieran por un instante pensar que los rusos les iban a dejar tranquilos? "Los ministros georgianos tenían por costumbre comparar a Osetia del Sur con un diente de leche", explica el embajador de Francia Eric Fourier. Días antes del conflicto, los oficiales rusos responsables del informe sobre Osetia decían: "Los osetios se han hecho incontrolables, no nos escuchan, estamos hartos". Kitsmarichvili se preguntaba a sí mismo si esta operación de intoxicación no habría sido lanzada por un topo del entorno de Saakashvili:

Debido al control absoluto del poder ruso sobre la prensa, los ciudadanos no han tenido casi acceso a la versión oficial de los hechos, y los observadores extranjeros se han quedado convencidos de las acusaciones iniciales de "genocidio". Todo lo contrario que en Georgia, donde utilizan las técnicas más modernas. En un intento de dar a conocer su versión al exterior, el Gobierno contrató los servicios del gabinete de comunicación belga Aspect Consulting. Su fundador, Patrick Worms, puso en marcha una red de oficinas en todas las capitales europeas con el fin de ofrecer información diaria para dar crédito al relato del Gobierno de Georgia. Preparó una cronología oficial de los hechos que fue distribuida a finales de agosto entre los periodistas y diplomáticos extranjeros instalados en Tbilisi. En ella se contentaron con afirmar que el 7 de agosto, y sin la menor prueba, "cerca de 150 vehículos blindados y camiones militares del ejército regular ruso habían entrado por el túnel de Roki y avanzaban hacia Tbilisi".

La apertura georgiana a la prensa extranjera es auténtica, y si hay manipulación de la información está en las antípodas de los métodos groseros de los rusos. Para convencerse de ello no hay más que comparar las dos "visitas guiadas" a la zona del conflicto organizadas por cada una de las partes una semana después de la derrota georgiana. El lunes 18 de agosto llegué a Gori, una ciudad industrial de Osetia del Sur, intentando esquivar, con otros periodistas, los controles rusos que prohibían el paso. En una gran plaza dominada por una estatua enorme de bronce de Stalin, delante del edificio de la Administración del Gobierno, con las ventanas destrozadas por los bombardeos de la semana anterior, quedé con Kakha Lomaïa, secretario del Consejo de Seguridad de Georgia, que me había propuesto visitar los pueblos destruidos al norte de Gori. Con 45 años es uno de los políticos más jóvenes (Saakashvili tiene 40 y su ministro de Defensa no ha cumplido aún los 30) y más valorados por los extranjeros de turno en Tbilisi, por su forma de ser, razonable y reflexiva. "Ésta es la respuesta rusa a la revolución de las rosas de 2003", me dijo nada más saludarnos. Al día siguiente, sin embargo, el asunto tomó otro cariz diferente del previsto: decenas de periodistas tomaron al asalto a Lomaïa en la plaza central, preguntándole si podían acompañarnos. Vyatcheslav Borisov, el general ruso con mando en la zona, se mezcló entre la multitud con Lomaïa antes de desaparecer en el edificio del Gobierno. Al final, y con algunas horas de retraso, un largo convoy de ambulancias y de autobuses amarillos cargados de ayuda humanitaria, el pretexto de nuestra visita, se puso en marcha, seguido de media docena de coches llenos de periodistas. Borisov proporcionó a Lomaïa cuatro paracaidistas que llevábamos de escolta. El norte de Gori estaba plagado de irregulares osetios, responsables, según los georgianos, de los abusos que íbamos a ver.

Lomaïa y yo viajábamos en el mismo coche y no paramos de discutir entre una parada y otra. En los pueblos pudimos observar el auténtico horror que esta guerra, tan distante y, después de todo, tan intrascendente vista desde las terrazas de las cafeterías de Tbilisi, ha significado para las personas que viven cerca de la frontera osetia. Desde el 11 de agosto, fecha de la derrota georgiana, los milicianos osetios hicieron estragos con toda impunidad en estos pueblos vacíos de poder, saqueando y quemando las casas, asesinando a los civiles que no quisieron huir. Lomaïa nos habló también de violaciones, que no conseguimos confirmar, pero que parecían creíbles viendo la violencia y la rabia existentes. Sacaron de las casas los muebles, los colchones y los cajones para destrozarlos; fotos de familia cubrían el suelo como testimonio de una salida precipitada. Me invadió un sentimiento amargo de piedad sobre todas esas vidas destruidas, arruinadas para nada. A veces nos encontramos con un charco de sangre y descubrimos, en un jardín o en un sótano, un cadáver que un vecino o familiar había cubierto con unas cuantas paletadas de tierra. Los muertos eran viejos o jóvenes: Koba Tskashavili, que fue abatido delante de la puerta de su casa, tenía 37 años; un poco más allá, su vecino Mijaíl Melitauri, asesinado junto a su hermano Zakaria, tenía 71. Sus cadáveres permanecieron cinco días en el salón de la casa porque Gulo, la mujer de Mijaíl, estaba demasiado débil a sus 70 años para enterrarlos. Fueron los guardaespaldas de Lomaïa quienes se encargaron de hacerlo durante la primera visita que hicieron al lugar. En total contamos una decena de víctimas en Tkviavi. Aquel día visitamos también otros pueblos como Karbi, donde murieron ocho civiles y donde las casas fueron destruidas durante los bombardeos rusos o incendiadas por los osetios con tal ensañamiento que los jardines, empapados con gasolina, ardieron, dejando ver, en medio de la hierba o de los árboles calcinados, los esqueletos de las vacas o de las gallinas carbonizados. Sin embargo, la destrucción fue selectiva: una casa aparecía incendiada, y las tres siguientes, intactas, o solamente saqueadas. Según nos explicó Lomaïa, los osetios tenían listas de las personas importantes que les interesaban, como profesores de primaria, policías o funcionarios del Ayuntamiento. No todos nos recibieron de la misma forma: unos estaban encantados con la ayuda humanitaria y con los cigarrillos que los amigos de Lomaïa les proporcionaron, y los demás, locos de rabia, le gritaban a Lomaïa: "¡Misha nos ha abandonado! ¡Queremos un pasaporte ruso, como los osetios! ¡Los rusos, al menos, nos protegerán, no como ustedes!". Todas las poblaciones de nuestro recorrido estaban en territorio osetio, en la "zona de seguridad" prevista en el acuerdo que Nicolas Sarkozy negoció con Moscú y que, aparentemente, parece un acuerdo sólo para los rusos. Más allá de la frontera, que permanecía cerrada, se producía una limpieza étnica en toda regla. Eduardo Kokoïty, el autoproclamado presidente de Osetia, lo dijo con toda claridad: "Ningún georgiano podrá volver a 'territorio osetio". La población de los pueblos étnicamente georgianos fue sistemáticamente perseguida, y sus casas, arrasadas. Completamos el recorrido visitando Tidzrnissi, en la misma carretera que lleva a Tskhinvali, donde pudimos observar el mismo espectáculo que en Tkviavi. A la entrada del pueblo, en la cuneta, había un autobús ametrallado rodeado de todo tipo de restos y documentos de identidad, el cadáver de uno de los pasajeros yacía un poco más abajo. Los fotógrafos y los cámaras se daban codazos para fotografiarle o filmarle. Una imagen completamente inútil y demasiado horrible para ser mostrada: un cadáver completamente calcinado y cubierto de gusanos blancos que echaba un hedor insoportable.

La visita a Osetia del Sur organizada por los rusos dos días después fue algo totalmente diferente. Lomaïa no participó, se limitó a responder a las preguntas de los periodistas. La visita fue organizada por un jefe de prensa, Aleksandr Matchevsky, un hombrecillo fornido y bronceado que gritaba constantemente y al que los periodistas llamaban "el pequeño Goebbels". En el primer pueblo georgiano, donde ya habíamos estado con Lomaïa, no dudó en decir ante las cámaras que las casas que estábamos viendo habían sido destruidas por explosiones de gas o cortocircuitos, como consecuencia del abandono. "Sacha", le preguntó de pronto un periodista inglés, "¿de verdad se cree usted una sola de las palabras que nos ha dicho?". "¿Piensa que estoy mintiendo?", le gritó Sacha. "Creo que sí", le contestó el periodista.

Un poco más lejos, al oeste de Tskhinvali, llegamos a Khetagourovo, un pueblo osetio bastante destruido. Los georgianos no niegan que lo hubieran bombardeado, pero afirman que los osetios habían instalado allí artillería pesada. Según los lugareños con los que hablamos, no había más que unos cuantos milicianos en sus coches que se largaron al primer disparo sin defender el pueblo. Un niño de 10 años me dijo que los georgianos habían adornado sus tanques con cabezas cortadas. "¿Tú lo has visto?", le pregunté. "No, me lo ha dicho un amigo". Igual que un lugareño georgiano de Karaleti que nos contó que los rusos, los osetios y los chechenos habían asesinado a cientos de sus vecinos sin poder enseñarnos ni un solo cadáver.

Incluso en Tskhinvali nos llevaron antes que nada a ver un barrio completamente destruido, el pretendido "barrio judío" (desde la época bolchevique nunca tuvo nada de judío). Según los periodistas que ya conocían Tskhinvali antes de la guerra, el problema de este barrio es que ya fue bombardeado en 1991 y poco después reconstruido. En una visita tan rápida es difícil distinguir si la destrucción es antigua o reciente, y si puede ser atribuida a los bombardeos georgianos del 7 y el 8 de agosto o a los rusos en su contraofensiva del 9 y el 10. Sus habitantes no fueron de gran ayuda porque cualquier pregunta fue objeto de reacciones exacerbadas e histéricas, como si se pusiera en duda la realidad del "genocidio" que todos estaban convencidos de haber sufrido. "Los georgianos nos hubieran matado a todos. Gracias a Dios, Rusia nos ha salvado", decía Fatima Tadtaeva, una actriz que vive en este barrio, antes de contarnos que su primo Fedel Tadtaev, su mujer y sus tres hijos fueron asesinados por un blindado georgiano cuando intentaban huir de la ciudad en coche. Nuestra visita continuó en la base de las fuerzas de mantenimiento de la paz, que fue asolada durante la ofensiva georgiana. El coronel Igor Konatchenkov nos habló de las bajas que sufrieron: 15 muertos y casi 150 heridos, la mayoría de ellos atrozmente asesinados -nos dio a entender- por un bombardeo inesperado mientras dormían. El coronel no tenía ninguna duda de la premeditación georgiana. "Hace medio año que preveíamos que los georgianos se preparaban para una guerra; trajeron hombres y se aprovisionaron de armas y munición. Era evidente que preparaban una ofensiva". Mientras la mayoría de los periodistas fotografiaban las ruinas, me dirigí al fondo de la base donde unos soldados arreglaban unos blindados o descansaban delante de unos edificios menos destruidos. Se trataba de un grupo de soldados profesionales contratados por un año, que cobraban 770 euros al mes y que me invitaron a compartir el aperitivo, tchatcha (aguardiente de 60 grados) y kompot (zumo de frutas marinadas mezclado con agua), al mismo tiempo que me contaban los detalles de la batalla. Estuvieron en estado de alerta desde la noche del 7 de agosto, cuando comenzó la ofensiva georgiana, y contaron las primeras bajas la mañana del día 8, momento en que sus adversarios iniciaron el asalto a la base con tiros de artillería. Una parte del campamento fue destruida, obligándoles, por tanto, a realizar una evacuación parcial. Los georgianos no negaron haber atacado la MS porque allí se guardaba la artillería osetia, que había lanzado contra ellos, por lo que no tuvieron más remedio que responder. Aunque quitaron importancia a los bombardeos sobre la ciudad, afirmando, contra toda evidencia, que habían disparado solamente contra objetivos militares.

Cuando reiniciamos la ruta y estábamos cerca de Tkviavi -Lomaïa había evitado el día anterior enseñarnos este lugar-, Sacha nos mostró una posición de la artillería georgiana desde donde habían disparado cohetes Grad de 122 milímetros, unos proyectiles muy poco precisos cuya utilización contra una ciudad llena de civiles es considerada, en términos de derecho, un bombardeo indiscriminado. En aquel lugar conté cerca de 540 cajas de proyectiles vacías, de marca eslovaca, amontonadas unas encima de otras y abandonadas. Konatchenkov me dijo que había otros cinco lugares como ése, pero que no me los enseñaría. Claro está que los georgianos afirmaron haber utilizado solamente los Grad contra los blindados rusos en el pueblo de Java, y armas más precisas para bombardear Tskhinvali, como cañones autotransportados eslovacos Dana de 152 milímetros. De nuevo, una información imposible de verificar.

La atracción principal de este Magical mystery tour fue el concierto de música clásica que ofreció Valery Guerguiev y la Orquesta del Teatro Marinsky de San Petersburgo ante el edificio en ruinas del Parlamento. Desde hace años, los georgianos habían intentado, sin éxito, invitar a Gerguiev, natural de Osetia del Norte y gran amigo de Putin, a Tbilisi a dar un concierto de "reconciliación". El concierto fue un sublime ejercicio de propaganda soviética: una multitud sabiamente escogida de ancianos y niños llevando velas o fotos de sus muertos, militares agitando con pocas ganas las nuevas banderas y periodistas.

Lo que más me habría de sorprender de este viaje sería el ejército ruso. El que conocí en Chechenia en 1996 estaba sobre todo compuesto por reclutas, casi niños, muertos de hambre y de miedo, y el de 1999-2000, por soldados borrachos, violentos, corruptos, los kontraktniki, reclutados entre lo más bajo de la sociedad rusa. Los soldados rusos desplegados en Georgia son sorprendentemente diferentes: disciplinados, relativamente educados, profesionales, seguros de sí mismos. En uno de los pueblos que visitamos con Lomaïa me puse a hablar con un suboficial, comandante de la escolta rusa perteneciente a la famosa División 76ª Aerotransportada de Pskov, una unidad de élite, y le ofrecí un cigarrillo, que tranquilamente rechazó. "¿Pero cómo?". "Un soldado que no fuma, nunca había visto nada parecido", bromeé. Imperturbable, con su Kaláshnikov entre los brazos, respondió: "Ahora no está de moda fumar, sino hacer deporte". Ninguno de estos soldados se siente un ocupante, y muchos aceptan con escepticismo la versión oficial que les dan sus mandos, sobre todo los soldados musulmanes, muchos de ellos nativos del Cáucaso Norte.

El general Vayatcheslav Nokolaevitch Borisov, un hombre gordo, despechugado, con el rostro sonrosado y congestionado por el alcohol, de palabra tosca y grosera, es un oficial de la vieja escuela de alto grado, el número 2 de las Fuerzas Aerotransportadas, destacado en Georgia con sus paracaidistas especialmente para esta misión. La relación entre Borisov y el general Marat Koulakhmetov, que dirige la MS ubicada en Osetia del Sur, es difícil de entender, a pesar de que parece que trabajan conjuntamente y que los dos rinden cuentas al general Serguéi Makarov, jefe del Estado Mayor del SKVO y, aparentemente, uno de los mayores responsables estratégicos de la invasión de Georgia. Borisov, que maneja su astucia perfectamente, juega con habilidad a la confusión en las negociaciones con los georgianos sobre una eventual retirada de Gori. "Yo no tomo decisiones, tengo muchos superiores. Estoy preparado para irme, pero no me dan las órdenes". "No paró de decírmelo", me explicó Kakha Lomaïa una mañana, "es un juego, existe confusión, aunque la utilizan para alargar las cosas". "Para Borisov, el saqueo es la ley de la guerra", constata Lomaïa. Está reduciendo los efectos económicos del bloqueo ruso, no solamente porque el país está cortado en dos, sino porque, además, los rusos controlan Poti, el único y más importante puerto del país por el que transita todo su comercio internacional y una parte de las exportaciones de petróleo de Bakou. Armenia se encuentra al borde de la asfixia, ya que todas sus importaciones pasan por Georgia.

El miércoles 20, Lomaïa intentó volver a visitar los pueblos del norte de Gori con un nuevo convoy de ayuda y algunos periodistas. En el primer control, el oficial de guardia, que el día anterior había obedecido sin rechistar a los paracaidistas de Borisov, rechazó categóricamente dejarnos pasar. "No dependo de Borisov", le dijo a Lomaïa. "Su zona termina allí (indicó con la mano hacia Gori). Yo dependo de Koulakhmetov, que ahora controla toda esta zona". Cuando Lomaïa llamó por teléfono a Borisov para preguntarle, éste le confirmó que ya no estaba al mando. "Es un mal síntoma", me dijo Lomaïa. "Estoy muy deprimido. Ayer me sentía optimista, pero hoy no". Por la tarde, todos los controles rusos de la ciudad recogieron sus pertenencias y desaparecieron sin avisar. En el edificio de la Administración del Gobierno, los oficiales georgianos se mostraban nerviosos. Lomaïa tenía miedo de que los saqueadores osetios aprovecharan el vacío de poder para entrar en Gori. "¿Y su policía?", le pregunto. "No sé qué hacer. Desde ayer, en Moscú, los rusos no paran de repetir que, con motivo de la retirada, van a dejar de lado las provocaciones. Tengo miedo de que sea una trampa". Le resulta muy difícil hablar con Tbilisi porque las comunicaciones no son seguras: los rusos escuchan todo. "¿Y usted, Jonathan? ¿Qué me aconseja que haga?". Dudo. "No sé... si verdaderamente tiene miedo por la seguridad de la ciudad, estaría bien que viniera la policía". Cuando salgo del edificio me encuentro con una docena de hombres caminando sin hacer nada entre las escaleras y la parte de atrás de la estatua de Stalin. Uno de ellos es Vladímir Vardzelachvili, el joven gobernador de la región de Gori y antiguo futbolista, vestido muy elegante con una camisa de seda rosa con gemelos dorados. Un hombre le dio una cámara de fotos enorme. Lado, como todo el mundo le llama, me mostró la pantalla. "Mire". Era una foto de la nueva base militar al oeste de la ciudad que habían ocupado los hombres de Borisov cuando tomaron Gori y que había sido saqueada por los ocupantes. "Mire". Aumentó la imagen dejando ver la puerta de color verde pistacho de uno de los edificios de la base. "Allí". En medio de la puerta acristalada se podía ver, efectivamente, una mancha blanca borrosa. "Han minado la base; se marchan y quieren que todo salte por los aires". Unos días después, Lomaïa negocia con Borisov salvar la base, excusando que necesitan los barracones para alojar a los refugiados. Pero Moscú ha jurado que destruiría la infraestructura militar georgiana, y Borisov no se muestra muy tranquilizador. Acompaño a Lomaïa a inspeccionar los controles de seguridad, comprobando que todos han desaparecido, y nos cruzamos con un convoy de unos sesenta camiones y blindados rusos cargados con los muebles que habían saqueado.

Es ya de noche cuando volvemos a Gori, hace mucho frío y viento. Lado, el gobernador, está sentado en las escaleras rodeado de hombres que fuman y discuten. Un poco más tarde se reuniría con Lomaïa y otros oficiales en su despacho, amueblado con nuevos y flamantes sofás de piel negra de Ikea, una televisión de pantalla plana, y decorado con un plano enorme de la región, numerosos iconos, un sable de samurái, una pistola del siglo XIX, armas exóticas falsas y una maza medieval. En la reunión se habla del aprovisionamiento de la ciudad, del restablecimiento de las líneas de autobuses entre las poblaciones vecinas cuando se confirme la retirada. Hacia las nueve y media de la noche oímos un rumor en la plaza, y todo el mundo, oficiales, periodistas, guardaespaldas, se asoma a las ventanas. Delante del edificio vemos pasar una columna de soldados y blindados ligeros. Lomaïa, cabizbajo, envía a unos hombres a informarse, consiguiendo averiguar que los controles se han vuelto a establecer y que se trata de nuevos soldados al mando de un nuevo capitán. Agita su cabeza: "Están jugando al gato y al ratón con nosotros". Poco después nos encontramos en la escalera de entrada. Vardzelachvili nos cuenta que Borisov le llamó al mediodía: "¿Por qué no han traído a la policía?", me preguntó. Lomaïa, medio sonriendo, me llevó aparte. "Lo ve, Jonathan, me aconsejó mal. Ahora estoy convencido de que era una provocación. Si hubiéramos llevado a la policía, estaríamos todos arrestados en este momento".

Vardzelachvili nos llevó, a mí y a algunos periodistas, a comer algo a su casa, un apartamento alquilado de techos artesonados, muy kitsch. La comida fue muy decepcionante: salchichas, kacha, patatas, tomates, pan, pero al final sacó una botella de coñac francés: "Tengo una colección con doscientos tipos diferentes", comentó mientras bebía y fumaba. Habló de Stalin, a quien aún veneraban muchos de los habitantes de la ciudad. "No entiendo la obsesión que tienen; si dependiera de mí, quitaría la estatua. Odio a Stalin. Estamos en esta mierda por su culpa; fue él quien hizo todo esto, lo de Abjasia, Osetia... En 1952 dio Sotchi a Rusia". Volvería a hablar de Stalin cada dos minutos.

Acabábamos de volver de patrullar la ciudad desierta con Lomaïa y sus guardaespaldas, y mientras esperábamos en la plaza bajo una lluvia ligera a que uno de los amigos de Vardzelachvili nos proporcionara un hotel para dormir, aparecieron dos rusos borrachos en un jeep. "Nos hemos perdido. ¿Nos podrían indicar cómo ir a Tskinvali? Comienza una extraña conversación entre ellos y Vardzelachvili: "¿Qué hacen aquí a esta hora?", preguntó uno de los rusos en un tono un tanto agresivo. "Estamos vigilando la ciudad", respondió Lado con suavidad. "¿De qué?, está intacta, miren, ahí está su Stalin, sigue en pie". "No se debe derribar, ha salvado nuestra ciudad, deberían agradecérselo". Cada vez se enfadaba más: "¿Han visto Tskhinvali?". "¡1.500 mujeres muertas!". Lado no dijo nada, se limitó a pedir a uno de sus hombres que guiara a los rusos. Al día siguiente nos despertamos con un extraño ruido: en la calle, un empleado municipal limpiaba a conciencia con una excavadora los bordes de los parterres. Lomaïa, que debía reunirse con oficiales de Osetia del Sur para hablar de los rehenes, aceptó que le acompañara. El día anterior, después de un intercambio de prisioneros militares, los georgianos entregaron a los rusos los cadáveres de dos soldados, entre ellos, un piloto. Se esperaba que los osetios trajeran hoy a varios civiles.

La reunión se aplaza hasta la tarde en el hospital militar. Borisov acude con otro general de las Fuerzas Aerotransportadas y un tal Sanakoev, que se presenta a sí mismo como "consejero de derechos humanos" del presidente Kokoïty. Sanakoev ha venido con dos autobuses amarillos llenos de civiles georgianos, mujeres, ancianos y niños. Todos se dan la mano antes de subir a la sala de reuniones. La delegación georgiana está formada por Lomaïa, el viceministro de Defensa, y Guivi Targamadze, jefe de la Comisión Parlamentaria de Seguridad y Defensa, hombre próximo a Saakashvili. El encuentro es formal, correcto; Borisov, en el centro de la mesa, preside. Interviene poco, siempre de forma breve y con decisión, de tal manera que las negociaciones amenazan con atascarse. Sanakoev, solicita que, antes de liberar al resto de los prisioneros civiles, los georgianos dejen en libertad no sólo a los milicianos capturados durante los combates, como estaban dispuestos a hacer, sino también a una veintena de delincuentes osetios encarcelados en Georgia desde hace años. Targamadze protesta. Sanakoev, molesto, se explica: "No quiero politizar la situación... tienen que comprender que, si vuelvo con las manos vacías, veo difícil que el proceso pueda continuar". "El presidente es el único que puede decidir", contesta Targamadze. "Esos delincuentes fueron juzgados y condenados, no pueden ser puestos en libertad así". Finalmente, Borisov zanja el problema: "Lado, no se puede ser tan quisquilloso por unos cuantos ladrones de coches. Hagamos una lista A y una lista B, que se entreguen los ladrones y los yonquis y nos quedamos con los otros. Así todos estarán contentos". A continuación discuten el tema de la retirada rusa. Lomaïa pide a Borisov una explicación de lo que sucedió en la ciudad, el porqué de esa retirada de unas horas y el regreso de los controles. El general lanza una carcajada socarrona: "Ah, no era nada. El general que me reemplazó, el de la División 42ª, es joven y no sabe nada. Le dijeron que quitaran un blockpost para dejar pasar a un convoy y mandó quitar todos. Makarov se puso furioso y los volvieron a poner. Eso es todo lo que pasó". ¿De verdad? Cuando la reunión terminó le explicó a un periodista de Gori que fueron los georgianos los que le habían pedido que volvieran a colocar los controles. "Me dijeron que no podían organizarse para establecer la seguridad".

El viernes 22, fecha de la retirada prometida por Medvedev, el juego continúa. En los controles de la trassa, los periodistas charlan con los soldados mientras esperan. Nadie podía pasar. Me crucé con Vardzelachvili, que volvía a Gori, y me fui con él. Nos pasamos la tarde indecisos, sin saber qué hacer. Lomaïa está en Tbilisi. En el hospital, el viceministro y Sanakoev proceden a realizar el intercambio de prisioneros: una furgoneta de civiles por cinco milicianos osetios, uno de ellos lo ha pasado muy mal en la cárcel georgiana y tiene que ser hospitalizado; otro es recibido por su mujer, que le acaricia con ternura la mano mientras mira al infinito. No podemos preguntarles nada, un acompañante nos empuja para que nos vayamos. Intentamos convencer a Sanakoev para que nos lleve con él a Tskhinvali. "¡Siempre se están quejando de que los medios occidentales no son imparciales, pero ustedes no nos dejan pasar! ¡Cómo pretenden que seamos objetivos, si sólo nos dejan ver lo que pasa en un lado!". "Es verdad, es verdad, pero tengo que pedir permiso, no puedo decidir, llámenme más tarde". Al final, sentado en el maletero de un coche junto a fotógrafos y periodistas americanos, consigo ver la salida de las primeras columnas rusas y la entrada en Gori de los primeros pick-up de la policía, que entran en las calles triunfalmente antes de dispersarse por la ciudad. Los rusos abandonan sus posiciones. Lomaïa llega al atardecer y ofrece una conferencia de prensa improvisada: "En una hora se retirará el último control y la policía se hará cargo de la vigilancia de la ciudad". A lo lejos oímos una fuerte explosión y consigo ver que los rusos, antes de abandonar la base, han hecho explotar un depósito de municiones. Mientras observamos cómo arde, una segunda detonación nos coge por sorpresa. Los guardaespaldas se tiran sobre Lomaïa, que, furioso, les golpea echándoles hacia atrás. Un cámara graba mientras miramos el incendio y escuchamos nuevas detonaciones. Más tarde me encuentro de nuevo con Lomaïa en el hospital para que nos lleve, a un compañero y a mí, a Tbilisi. Hablamos de política; quiere saber lo que pienso acerca de las posibilidades de Georgia, después de los acontecimientos, de entrar en la OTAN, y le recito la opinión de un diplomático europeo: "Lo que en la OTAN se preguntan es cómo se puede confiar en un país que provoca una guerra sin avisar a sus aliados. Los Estados desconfían de ustedes. Y por tanto, me atrevo a decírselo, hay mucha gente en Occidente que piensa que su presidente está loco, que no se puede confiar en él". Mientras me escuchaba distraído, se sobresalta: "¿Loco?, ¿quién está loco? ¿Misha?, el presidente, ¿loco?". Muy enfadado, se marcha con brusquedad y desaparece en el hospital. Media hora más tarde sale y, sin decir una palabra, nos invita a entrar en su 4×4. En la trassa, los faros del coche iluminan el camino en la oscuridad, Lomaïa llama por teléfono a Baghdassarian y después se instala un largo silencio. De pronto se vuelve hacia mí: "Sabe usted, Jonathan", empieza a decir con dulzura, "he pensado en lo que me ha dicho. Comprendo perfectamente que Misha pueda inquietar a la gente. Objetivamente, puedo decirlo, no es... una persona muy equilibrada" (con las dos manos imita a una balanza; mi compañero y yo le escuchamos mudos). "Es... imprevisible, muy emocional. Personalmente, no son las cualidades que más aprecio en él. Pero... usted tiene que comprender, a veces hace falta alguien que pueda... hacer las cosas que otro no haría. O hacer las mismas cosas, pero de otra manera. Y eso es lo que hace Misha. Todo el mundo piensa que estamos locos por habernos enfrentado a Rusia. Estamos en un momento en que la situación internacional está cambiando, y ahora Rusia y otros países sienten que es el momento de redefinir la situación, el medio internacional. Y nosotros... hemos sacrificado tantas vidas..., puede que el resto del mundo se dé cuenta de eso, de quién es Rusia, para que por fin y de la mejor manera empiecen a reaccionar ante esta nueva situación". Cada vez hablaba con más emotividad y entusiasmo. Aunque no estoy de acuerdo con su manera de presentar las cosas, con su relato, reconozco que le salía del corazón, que verdaderamente creía en lo que decía. "Georgia se ha sacrificado para que la comunidad internacional se dé por fin cuenta de lo que tiene enfrente y pueda reaccionar. Se ha sacrificado para que el resto del mundo abra los ojos".

Podría detenerme aquí, pero creo que un poco de perspectiva nunca viene mal. Por eso me gustaría comentar la reacción de odio que tuvo un miliciano osetio, que llevaba en la cabeza una boina con una foto del Che, cuando salía de Akhalgori, una pequeña población georgiana cuyo control los osetios acababan de perder. Me vio mientras tomaba una cerveza y me preguntó: "¿Está buena?". "No está mal", contesté. "No, no está buena y sabes por qué, porque es georgiana, sólo por eso".

El martes siguiente, en Sojumi, el anuncio del reconocimiento de independencia de Abjasia por parte de Rusia produjo una explosión de alegría impresionante. "Los jóvenes salieron a la calle después de oír a Medvedev, tocaron las bocinas, se pusieron a cantar, a tirar disparos al aire, corrían por todas partes con banderas", me contó Manana Gourgolia, jefe de la agencia de prensa abjasia Apsnypress. Y por la noche, después de los fuegos artificiales que Moscú organizó, muchos jóvenes se reunieron en la plaza delante del Palacio de los Sóviets, incendiado y abandonado desde 1993, pletóricos de alegría.

"Vistas desde aquí, las pretensiones georgianas sobre la región se parecen más a un atavismo de la época de Stalin", comentaba con ironía Serguéi Chamba, ministro de Asuntos Exteriores de Abjasia. Los abjasios, a diferencia de los osetios, tienen un Gobierno de verdad, un auténtico sentimiento nacional, y no son víctimas de las ambiciones rusas. "Es verdad que existe un riesgo de colonización. Pero si tenemos que elegir entre Georgia y Rusia, elegimos a Rusia", reconoce Chamba. "Rusia no permite a nadie elegir. El mundo entero puede poner una cruz en la integridad territorial de Georgia", recalca Lavrov, su ministro de Asuntos Exteriores. "¿Hubiéramos tenido que limpiarnos los mocos ensangrentados y bajar la cabeza?", añade Putin con su particular manera de decir las cosas. "Saakashvili es un cadáver político", concluye Medvedev dando claramente a entender que las cosas no quedarán así. Pero prefiero que sea Régis Genté, un periodista francés que vive en Tbilisi desde hace tiempo, quien diga la última palabra: "Haría falta que los georgianos se olvidaran de su obsesión por las repúblicas separatistas durante 10 o 15 años por lo menos. Que se centraran en el desarrollo de su país, en la economía, en las instituciones, en su democracia. El tiempo pasa y van a dejar de lado todo lo que verdaderamente desean".

Traducción de Virginia Solans

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