El presidente más poderoso
La barrera de la incredulidad sólo quedará abolida por las urnas. Es difícil para muchos, empezando por los propios norteamericanos, hacerse a la idea de que un país tan conservador va a elegir, por primera vez en su historia, a alguien perteneciente a su minoría a la vez más característica y más conflictiva. Y que lo hará frente a un candidato como John McCain, dotado de todas las características que han hecho triunfar a muchos norteamericanos: la rebeldía del maverick, el ganadero prototípico que no quiere marcar sus reses y mezclarlas con el rebaño; la valentía de un prisionero y héroe de guerra; la fiabilidad y el pedigree de quien pertenece a la aristocracia del dinero y de la milicia que han hecho grande a este país en el siglo XX. Pero esto es lo que va a suceder dentro de ocho días si no cambia el curso que llevan las cosas a lo largo de esta prolongada campaña. El debate ahora, en realidad, no es tanto sobre quién va a ganar, sino la dimensión de la victoria y los márgenes con que contará el nuevo presidente para dar un golpe de timón después de esos ocho años tirados al vertedero de la historia.
Evitar el exceso de poder que acumularía Obama es el último argumento de la campaña de McCain
Una de las mayores paradojas de la etapa que ahora se cierra es que los estrategas que intentaron dirigirla quisieron convertirla en una especie de presidencia imperial, en la que los poderes del titular de la Casa Blanca se impusieran de forma definitiva sobre el legislativo y el judicial, hasta situarse incluso por encima de la propia Constitución. Dick Cheney, el ahora silencioso vicepresidente, ha sido el apóstol más ferviente de este proyecto, que ha afectado a las libertades ciudadanas, ha sido calificado por sus críticos como de dictatorial y ha producido muy serios desperfectos en la imagen y en la influencia de Estados Unidos en el mundo. No les faltaron a estos estrategas el apoyo intelectual de destacados juristas, partidarios de la interpretación llamada originalista de la Constitución americana, que proporciona al presidente salido de las urnas poderes y privilegios casi absolutos, en buena parte análogos a los que tenía el monarca británico, mediante una interpretación literal y sin márgenes de adaptación a los tiempos del texto constitucional.
La cosecha de esta siembra neoconservadora terminará propiamente el martes 4 de noviembre, cuando los esfuerzos sean recompensados con resultados diametralmente opuestos a los buscados, incluidos la división y el declive dramáticos del Partido Republicano. Pero ahora mismo los neocons han obtenido ya un anticipo de estos frutos amargos salidos de su siembra: George W. Bush, el presidente que accedió a que se aplicaran en su mandato estas viejas ideas de marchamo absolutista, se ha convertido en su etapa final en el presidente más desprestigiado de la historia y el más debilitado como figura de Gobierno. La culminación de su desprestigio se ha producido con la crisis financiera y sus reiteradas e inútiles intervenciones para insuflar confianza en los mercados.
Sólo faltaban las palabras de arrepentimiento de Alan Greenspan acerca de sus errores de apreciación sobre la desregulación financiera como guinda a esta trayectoria de fracaso y como legado tóxico para el candidato republicano John McCain. Son muchos quienes empiezan a calibrar si las turbulencias bursátiles no encontrarán un punto de inflexión en la fecha del 4 de noviembre, cuando por fin se sabrá quién va a mandar en el país más poderoso del planeta después de una etapa de desgobierno.
Así es como después del fracaso de la presidencia imperial, las urnas del 4 de noviembre pueden ofrecer una presidencia poderosa. No lo será si es McCain, secuestrado por el radicalismo neocon, con un partido republicano dividido y cansado y destinado a gobernar sin mayoría en el Congreso. Si vence Obama, en cambio, es altamente probable la renovación de la mayoría demócrata en las dos cámaras; y lo es incluso que sea cualificada en el Senado (60 senadores, es decir, tres quintas partes de la cámara) de forma que la oposición pierda el arma del filibusterismo, un mecanismo legal que permite prolongar un debate cuanto tiempo se desee con el fin de obstaculizar la aprobación de leyes o de nombramientos por parte del presidente. Obama contará, además, con un amplio capital de simpatía y de prestigio, dentro y fuera de Estados Unidos. Dispondrá además de una coalición electoral sólidamente anclada en un Partido Demócrata con las distintas tendencias soldadas después de esta campaña y ampliada a los votantes independientes y a los nuevos republicanos de Obama, figura simétrica de los demócratas que en su día abandonaron a los candidatos de su partido y apoyaron a Reagan. Los intentos de dividir al bando progresista, azuzando el resentimiento de los partidarios de Bill y Hillary Clinton, se pueden dar por fracasados. El voto de las mujeres que combatieron por la emancipación femenina o el de los trabajadores blancos no seguirán definitivamente los señuelos lanzados por el candidato republicano, se llame Sarah Palin la candidata a la vicepresidencia, ahora totalmente desprestigiada, o Joe el Fontanero, el ciudadano de Ohio que McCain convirtió en símbolo de su política fiscal y cuya autenticidad también fue objeto de escrutinio y chanza.
La perspectiva de que Obama se convierta en un presidente fuerte y poderoso se ha convertido así en el actual argumento en el tramo final de campaña. Evitar que los demócratas acumulen tanto poder -la presidencia, las dos cámaras, el Supremo en el momento en que se produzcan renovaciones- es ahora el argumento último y desesperado para intentar una mayoría republicana que ahora se antoja imposible.
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