La piel de Doñana
Aeropuerto de Jerez de la Frontera. Héctor Garrido camina entre los hangares hacia la plataforma de estacionamiento en la que está aparcada una Cessna-172. Sube a la cabina por el hueco en el que estaba la puerta que Hans, su piloto, ha desmontado durante la madrugada. La avioneta despega y toma rumbo hacia Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). Al pasar el río Guadalquivir se adentra en LR92, una zona de vuelo restringida a la que ella -y sólo ella- tiene acceso autorizado. Estamos en Doñana y pronto sobrevolamos bandadas de aves acuáticas que están posadas en los escasos espejos de agua que ha dejado el estío. Hans y Héctor llevan auriculares, pero no usan el intercomunicador. Héctor sujeta una pequeña grabadora con la mano derecha y con la izquierda dirige el vuelo, indicándole a Hans rumbo y altitud. La sincronización es perfecta. Va grabando el número de individuos que componen cada bando que avistamos. Héctor es censador de aves: 1.800 cigüeñas blancas, 375 espátulas, 410 gaviotas reidoras, 65 cigüeñuelas, 230 ánades reales, 870 avocetas. Para contar los individuos que componen un bando, un censador aprende a aislar mentalmente una parte del bando en la que cuenta el número de aves, divide el bando en tantas de esas partes como sea necesario y, multiplicando, calcula el número total. Lo hace en décimas de segundo. A veces, como cuando sobrevolamos un lucio que alberga 90.000 pájaros de distintas especies, el número de individuos es demasiado alto para identificarlas y entonces la CESSNA-172 realiza una maniobra en círculo para que las aves levanten el vuelo, facilitando el conteo y ofreciendo a la vez un delicado espectáculo de sincronía. De improviso, Héctor suelta la grabadora y agarra la cámara fotográfica con la mano derecha. Mira hacia abajo y ya ve el encuadre. Cámara en ristre, saca medio cuerpo fuera por el hueco donde debía estar la puerta, mientras con la mano izquierda sigue marcando las maniobras de la avioneta, que se inclina casi 60 grados y gira vertiginosamente pivotando sobre un ala.
Héctor es fotógrafo. Lleva doce años haciendo este censo mensualmente para la Estación Biológica de Doñana y ha tenido el talento necesario para darse cuenta de que allí abajo hay algo más que pájaros. Eso otro que parece no moverse, aparentemente inane, es lo que recoge su rico repertorio fotográfico.
Cuando se vuela sobre Doñana a 500 pies de altura, la misma desde la que la ven la cigüeña blanca y el flamenco, se es testigo de las formas que la naturaleza y el hombre han creado sobre el gran lienzo de la marisma. Son formas que, a ras de suelo, se ocultan en el horizonte plano e inmenso del bajo Guadalquivir, pero son las que crean la hermosa imagen que se atisba desde el cielo. Además de su innegable belleza, lo que me cautiva de esas imágenes sobre escenarios tan poco hollados, como los de la margen onubense del río, es que revelan cómo la naturaleza y el hombre pintan con distinto pincel los infinitos cuadros que encierra el paisaje. La diferencia está en la geometría. Por un lado, la geometría euclidiana, fría, trazada a tiralíneas por la razón del hombre, a golpe de máquina, ya sea ésta un simple arado o una potente excavadora. Por otro, la cálida pero obstinada geometría fractal de la curva y de la bifurcación dibujada sensualmente por la naturaleza. Es una lucha titánica, de poder a poder, entre dos trazos, dos estilos distintos. No ha sido una lucha eterna: durante 4.500 millones de años son las fuerzas geológicas las que han dibujado las formas de este planeta. A ellas se les unió la vida hace unos 3.000 millones de años, pero lo hizo como el fiel aprendiz del taller mineral, copiando, retocando aquí y allá, pero sin romper el estilo del maestro. Dibujando redes de círculos, como los que deja el flamenco en los barros de los lucios cuando se alimenta; o fijando y dando color a las formas que la marea y el viento dibujaron, como los almajos, las espartinas y las algas que tiñen el paisaje fractal de la Isla de Enmedio.
Llega entonces el hombre hace un par de millones de años y, como una especie más de la diversa vida, dibuja sobre la tierra sus senderos en busca de caza o de agua, senderos que se ajustan suavemente al relieve mineral o que se bifurcan, como los que resultan del continuo paso de los animales que buscan en las mañanas del verano el agua en los ojos de la marisma. Pero el día en que el hombre tomó una rama horquillada y trazó una línea recta para airear la tierra y sembrarla, ese día comenzó a pintar el paisaje con la soberbia del aprendiz que desdeña al maestro, con un nuevo trazo que rompe con el estilo de miles de millones de años. Esa batalla estética comienza, pues, cuando el hombre rotura los campos arando con la perfección de la línea recta, como en los cultivos de regadío del entorno de Doñana. Es un retoque al paisaje, pero es un retoque tenue, una herida leve como lo es también la del estero que se acopla delicadamente a los bajíos de la marisma en San Fernando. Algo más perturbadora es la cuadrícula, poderosa, humilladora cuadrícula, que borra todo indicio natural, como la que conforma las salinas de Sanlúcar de Barrameda o las viñas sobre la marisma desecada o las plantaciones de arroz. A medida que el hombre concibe nuevas máquinas, cada vez más potentes, la transformación del paisaje se hace más radical, más agresiva, por la arrolladora y fría geometría de la urbanización, que amenaza los patrones naturales.
La geometría de la naturaleza surge de la iteración, de la repetición permanente de los mismos procesos, pausada pero pertinaz. Es la gota de agua, tras otra gota de agua, la que arranca partícula a partícula el trazo sobre la piedra dura, y más fácilmente sobre la arena blanda o el barro de la marisma. De ahí nace la semejanza entre lo grande y lo pequeño, la autosimilitud, la repetición de la estructura a diferentes escalas. De ahí nace la bifurcación. Así se crean, por ejemplo, los árboles, los de la vida y los inertes, como la estructura arborescente dibujada por el agua vaciada en el lodo de la balsa de Veta la Palma, en Puebla del Río. Una estructura ramificada similar a la que crea el Nilo en su gigantesco delta o a la del árbol esbelto que forman los diminutos canales por los que corre el agua rezagada de la bajamar cuando caminamos sobre la arena mojada de la playa. Es también similar a la que describiera Saramago para el Cementerio General en Todos los nombres, una estructura que "observada desde el aire (...) parece un árbol tumbado, enorme, con un tronco corto y grueso, constituido por el núcleo central, de donde arrancan cuatro poderosas ramas, contiguas en su nacimiento pero que después, en bifurcaciones sucesivas se extienden hasta perderse de vista, formando (...) una frondosa copa". Contraria a la línea o a la cuadrícula, esa estructura ramificada es una estructura fractal propia de la naturaleza y, por lo tanto, ubicua, literalmente universal. La misma que tienen nuestros pulmones, la misma por la que corre nuestra sangre.
La batalla estética entre esas dos armonías incompatibles, que se destruyen una a la otra, es implacable. Por eso, las estructuras humanas requieren un continuo esfuerzo de mantenimiento, porque la naturaleza es sobre todo terca, siempre poderosa y, a veces, dramáticamente despiadada cuando se le araña en lo profundo, cuando se hiere su frágil equilibrio, incitándola a conducirse como avalancha.
Así, año tras año, el juego de la tierra y el agua rediseña el paisaje de Doñana con formas que ayer considerábamos caprichosas, pero que hoy entendemos como la expresión canónica de la geometría fractal de la naturaleza. Si aceptamos que armonía es la relación bella que existe entre el todo y cada una de sus partes o entre las partes del todo, entonces no hay nada más bello en Doñana que las formas que la naturaleza dibuja en la marisma.
Ni tampoco nada más vivo.
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