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Columna
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El manoseo

Llevo una temporada abriendo el periódico por Economía y coleccionando el salmón, a pesar de que era -como Elvira Lindo, según admitía recientemente en este mismo espacio- de las que se lo saltaban con displicencia. Ya no. Encima, en Economía encuentro crónicas de Soledad Gallego-Díaz desde el Cono Sur, con lo cual mi visión reduccionista en la materia se va ampliando y no poco. Lo de las pensiones en Argentina es un asunto serio, dada la tradición "ahora lo ves-ahora no lo ves", que del Innombrable acá han mantenido los sucesivos Gobiernos.

Pero todo eso carece de importancia. Debo confesarles que el martes por la tarde, e incluso hoy miércoles -reincidiendo- me he lanzado como perra en celo sobre la noticia más trascendental que se ha publicado en los últimos decenios: "¿Merkel no soporta que la manosee Sarkozy?", rezaba el titular digital. ¿Cómo es posible que el hombre que ha seducido a Carla Bruni y ha besuqueado a la pobre Ingrid Betancourt durante sus comprensibles levitaciones, le produzca dentera a esa gobernante regordeta -el texto no lo decía, pero lo pensaba-, que debería mostrarse agradecida cada vez que el primer tenor de la Francia le acerque sus verrugas? Lo que más me gustó fue que, al hacerse eco de la noticia aparecida en un diario suizo -yo uso un dentífrico suizo: son incapaces de hacer aunque sea una pasta de dientes abrasiva-, mencionaran sus suizas explicaciones, del tipo: "Los alemanes no se tocan" (deben de ser todos alemanes probeta) o bien, que la canciller Merkel es de Alemania oriental, en donde aún se tocan menos (salvo la Stasi, eso sí que era cariño verdadero), o, finalmente, que su religión luterana impone distancias supremas.

Angela Merkel tiene razón. A Sarkozy sólo le puede manosear Bruni por amor. O por caridad, en cuyo caso mejor sería que dedicara sus sobos a Rouco Varela, que es misericordioso por religión y naturaleza.

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