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Columna
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¿De qué se ríen los europeos?

Lluís Bassets

Algo hubo al principio de Schadenfreude, esa abyecta alegría por la desgracia ajena. Pero lo de ahora va todavía más lejos. No cabemos en nuestras camisas de satisfacción por habernos conocido. Se nos escapa la risa por la nariz. ¡Toma superpotencia! Europa, al timón. El capitalismo al planchista, para que le quiten las abolladuras. Vuelve la socialdemocracia, el Estado intervencionista y la economía social de mercado. Vamos a proteger la industria europea. A rescatar nuestras finanzas de este desastre provocado por la avaricia de Wall Street. Vamos a hacer políticas de relanzamiento con inversión pública, como en los viejos y buenos tiempos. El orden económico mundial será refundado. Y todo bajo la batuta de ese nervio de presidente de Europa que es Nicolas Sarkozy, al fin el hombre adecuado en el momento adecuado.

Las fórmulas empleadas para buscar una solución no podían ser más ajenas a la construcción europea

El hiperpresidente ha visto el escenario vacío. Nadie hace caso al primer actor pronto desposeído y sobradamente derrotado y todavía no se conoce el nombre de quién va a sustituirle. Mientras se produce el relevo hay tiempo para hacerse con el primer papel a cuenta de la presidencia de turno de la Unión Europea. A principios de año nos advirtió de que para el final del semestre francés, ahora en diciembre, quería que Europa contara con "una política de inmigración, una política de defensa, una política de la energía y una política de medio ambiente". Ahora se conforma con reformar el capitalismo, ahí es nada.

Y realmente no se entiende muy bien cuáles son los motivos para lanzar las campanas al vuelo ni para esas risas histéricas. A la presidencia francesa de la UE le patinó el embrague sólo empezar la crisis: convocó una inútil minicumbre dentro de la modalidad G-8, con los miembros europeos de la formación mundial. Consiguió enfrentarse con Alemania al lanzar sin previo aviso la idea de un fondo europeo de rescate a imitación de Bush y Paulson. Tampoco debiera haber motivos de alegría al otro lado del Rin: la reacción del Gobierno alemán fue torpe de reflejos y ciega ante lo que les venía encima. Sus bancos y cajas de ahorro están perfectamente afectadas por la infección, como lo están otros bancos británicos y continentales. Y los celos y recelos provocados por el grosero activismo francés han sido como un gas paralizante.

A la hora de buscar una solución, las fórmulas y los métodos no podían ser más ajenos a la construcción europea. La decisión milagrosa que nos salvó del naufragio fue tomada por el eurogrupo, los 15 países del euro, aconsejados por la sabia prudencia de Gordon Brown, el premier desahuciado que impuso toda su experiencia de apóstol del capitalismo a la americana para salir al rescate mediante planes de cada país para salvar lo suyo: ésa es la solidaridad europea. El éxito de las inyecciones de dinero, seminacionalizaciones y avales es de tal envergadura que ya pedimos lo mismo para la industria del automóvil o el sector de la construcción. Sarkozy va más lejos y pide fondos soberanos europeos para salvarlo todo de la invasión de capital extranjero. ¡Y pensar que hubo quien le acusó de liberal en la campaña electoral!

Esos fondos que imagina Sarkozy son una vieja invención francesa, la realizó Colbert con Luis XIV y no han dejado de funcionar desde entonces, con monarquía y con República, derecha e izquierda, De Gaulle y Mitterrand. El percance colosal que está sufriendo la economía globalizada ha venido de perlas al deteriorado y obsoleto modelo francés. Francia atravesó la etapa de globalización y liberalización sin destruir el núcleo duro de su Estado patrón, esa Francia sociedad anónima de la que el inquilino del Elíseo es presidente del consejo de cara adentro y jefe de ventas internacional. Energía, transportes, radiotelevisión, todo lo que tiene un valor supuestamente estratégico, permanece en manos del Estado mientras todo el mundo y sobre todo los países vecinos seguían privatizando. Ahora Francia encuentra la ocasión para legitimar su vía especial y convertir lo que era un agravio y una ventaja desleal en la fórmula mágica a ofrecer a todos. ¿Y a eso se le llama un éxito de Europa?

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El mercado único con su libre circulación de capitales y servicios, o los criterios de Maastricht que limitan la deuda y el déficit han pasado de la categoría de dogmas a la de vagas referencias que exigen flexibilidad e interpretación. La Comisión Europea, el Consejo Europeo, los 27, el Tratado aún por aprobar y el aún vigente, los métodos comunes, ya no ocupan las mentes de los europeos, enfrascados en una nueva arquitectura intergubernamental, en la que la pertenencia al G-8 es el patrono organizativo. Sarkozy ya ha insinuado, en este camino, que merece seguir siendo el presidente de Europa más allá de enero de 2009, cuando es el turno de Praga, o si no es posible, como mínimo del eurogrupo, a falta de soluciones institucionales mejores.

Pero aquí en España las risas van a cuenta de si Zapatero tiene invitación para el baile en el que se va a reformar el capitalismo. Además de europeos, nosotros somos un caso aparte.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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