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Columna
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¿Austeridad?

La estupidez humana no es un virus que prolifere únicamente en medio de la abundancia. Si durante todos estos años de locura financiera y desmadre especulativo no pasaba un solo día sin tener que soportar a alguno de esos aguerridos gladiadores del liberalismo económico adoctrinándonos sobre las enormes virtudes que el libre mercado tiene a la hora de decidir sobre la asignación de los recursos, ahora, mientras la crisis arrecia, lo único que se les ocurre es exigir al Estado, esté donde esté, que intervenga con el dinero que ellos le negaron durante lustros para pagar los desperfectos producidos por la gran bacanal financiero-inmobiliaria a la que no fuimos invitados bajo su benéfico patrocinio.

Directivos que se embolsaban 500 veces el salario del trabajador medio, entidades financieras irresponsables que comerciaban con humo a sabiendas de que lo era, bancos centrales totalmente ajenos al ejercicio de su más que imprescindible función reguladora, una población ilusionada con enriquecerse de un día para otro gracias a un PAI sobrevenido en los terrenos heredados de la abuela, y unos gobiernos que se creyeron la milonga del crecimiento ilimitado sobre un decorado de cemento y ladrillo sin apercibirse del avance, tan inexorable como asfixiante, del endeudamiento de familias y empresas. Todo un cóctel explosivo que en algún momento tenía que estallar. Y así lo hizo de repente, para perplejidad del ciudadano que había llegado a creerse el mensaje económico liberador de los predicadores del stablishment. Más estupidez no cabe.

O tal vez sí, porque ahora, a pesar la dilatada experiencia histórica en crisis de parecido tenor, los responsables ideológicos de la debacle han resurgido con fuerza inusitada aconsejando no solo que el Estado se implique directamente en el alivio de unas entidades financieras irresponsables (¡faltaría más!), sino que, al mismo tiempo, aquél introduzca, ¡atención!, austeridad en el gasto público.

Sé que a algunos adoradores de la ortodoxia les resultará ofensivo, pero si hay alguna idea en Economía que pueda considerarse candidata al premio Nobel de la estupidez humana es aconsejar austeridad al sector público precisamente cuando el consumo de las familias se retrae, el ahorro aumenta, y la demanda de los inversores muestra caídas de vértigo. Hace ya mucho tiempo que sabemos (¿o quizá no?) que el único agente que puede, y debe, ser optimista en épocas de crisis profundas es el sector público. Ni las reducciones de impuestos a empresas, ni la más que probable caída de tipos de interés van a movilizar de nuevo el gasto privado en un momento de expectativas tan negativas como las actuales. Para salir de esta crisis lo que ahora necesitamos no es austeridad en las cuentas públicas, sino todo lo contrario: un aumento significativo en la cuantía y duración de los subsidios de desempleo, la puesta en marcha inmediata de la Ley de Dependencia, ambiciosos programas de inversiones públicas y en general de todos aquellos gastos que puedan movilizar la demanda y el empleo de inmediato. Y si, ya puestos, se aprovecha para ayudar a empresas y sectores a afrontar los graves problemas de competitividad estructural acumulados durante años, miel sobre hojuelas.

¿El coste? un déficit público que tal vez pueda alcanzar el 5% del PIB el año que viene. Eso, o escondernos todos debajo del paraguas hasta que la tormenta amaine.

O sea, que estoy totalmente de acuerdo en que el presupuesto debe ser modificado. El problema, sin embargo, es que ello ha de hacerse justamente en sentido contrario a lo que los dirigentes del PP proponen.

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