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Columna
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El niño bonito

Esperanza Aguirre mordisquea una manzana, probablemente la de la discordia, mientras su consejero de Sanidad de entonces, Manuel Lamela, en segundo plano, se toca las narices después de habérnoslas tocado a todos. La foto ilustra un reportaje que este periódico titula y justifica como La gran infamia y que recoge un capítulo del libro del doctor Montes sobre el caso de las sedaciones del hospital Severo Ochoa de Leganés, uno de los más arteros y demoledores ataques del Gobierno de la Comunidad sobre el maltrecho frente de la sanidad pública madrileña, un torpedo en la línea de flotación del servicio más sensible de un centro modélico, una bomba de humo que sólo desactivarían los tribunales, pero cuya sombra, eso era lo que se pretendía, aún emborrona el paisaje hospitalario. La artimaña más vil de la vil componenda achacaba al doctor Luis Montes haberse aprovechado del "bajo nivel de la gente que vive en Leganés" para gasearlos a mansalva. El objetivo de fondo era sembrar dudas, desconcierto y miedo, sobre el modelo sanitario público y preparar el terreno de las privatizaciones. Para conseguirlo, el consejero Lamela, con el apoyo incondicional de su jefa, no dudó en sembrar calumnias para recoger tempestades que acabaron disolviéndose en un vaso de agua. El honor, la dignidad, la profesionalidad y el sueldo de muchos profesionales acreditados se ventilaron en la plaza pública con la complicidad de unos medios de desinformación especializados en inventar conjuras y manipular conciencias.

Fueron los encantos de su familia política los que abrieron las puertas de la cúpula a Güemes

A Lamela, premiado por sus flacos y leales servicios, le perseguirá también la mala sombra, la nube negra y tóxica que desencadenó sobre el Severo Ochoa y que hubiera hecho revolverse en la tumba al patrono del hospital. Quemado en sus propias hogueras, Lamela fue sustituido por Juan José Güemes, un político más joven que se autocalifica de seductor sin que nadie, salvo sus allegados y afines, le haya otorgado tal patente. "Tengo un don para agradar", se explica el niño bonito que entró en la Ejecutiva nacional del PP gracias a sus encantos y a espaldas de su jefa de filas Esperanza Aguirre, que ya se sabe cómo las gasta con los desafectos, partidaria de ese axioma político que dice que los rivales están en la oposición y los enemigos en el propio bando. El niño bonito, pillado en falta, echó mano de esa "seductora" sonrisa que nunca le abandona, ni siquiera cuando su estricta dominatrix le envía de gira por los nuevos hospitales con su estudiada melena, sus trajes de diseño y sus flamantes corbatas de grueso nudo que le identifican con sus compañeros de manada, un lazo de reflectante mal gusto que les ata, como si todos los políticos del PP se proveyeran de corbatones en el mismo comercio, tal vez en solidaridad con un fabricante arruinado y correligionario.

"Presidenta, creyéndome elegido, desplegué mis encantos", se disculpó el pisaverde ante su líder carismática que, no se sabe si como premio o como castigo, le otorgó, con su dedo de otorgar, su consejería más polémica. Su impertérrita sonrisa de seductor no acalla, más bien encrespa los ánimos de los pacientes semihospitalizados en los hospitales semiprivados, pero son gajes del oficio. Esperanza suele mascar chicle cuando los manifestantes la acosan; Güemes sonríe a las cámaras e ignora con preolímpico desdén las furias que a su alrededor se desatan. El "gran seductor" despliega sus presuntos encantos como los pavos reales abren su cola en abanico. Se siente a salvo, aunque no lo exprese sabe que su elección para la Ejecutiva no se produjo por sus dotes personales, ni por su cutis privilegiado ni por su aliño cosmético. Fueron los encantos de su familia política los que le abrieron las puertas de la cúpula. El turbio e indiscreto encanto de Carlos Fabra, señor de Castellón y compareciente habitual de los tribunales, cacique de caciques, patriarca de una dinastía con dos siglos de antigüedad en el oficio de mandar con iletrado despotismo y nepotismo a ultranza.

Carlos Fabra, suegro, padre político de Güemes, influyó como él sólo sabe y puede hacerlo para que su yerno accediera al puesto de la Ejecutiva popular. Antes, el niño bonito había desplegado todos sus encantos ante la hija predilecta del presidente vitalicio de la Diputación de Castellón, sucesora in péctore de su poderoso progenitor. El viejo Fabra debe soñar con la prolongación de su dinastía a través de una nueva camada de encantadores retoños, seductores y poderosos, nacidos para el poder a toda costa y contra cualquier marea democrática.

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