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LECTURA

La gran infamia

Un Gobierno contra un equipo de médicos que ofrece una muerte digna a sus pacientes. Es la historia de El caso Leganés (Editorial Aguilar), un libro del doctor Luis Montes y del periodista Oriol Güell que reconstruye tres años de una persecución que convulsionó a la sanidad pública

No recuerdo cómo empezó el día en el que me acusaron de matar a 400 personas. He intentado muchas veces pensar en aquellas primeras horas del viernes 11 de marzo de 2005, cuando desperté por última vez siendo un médico sólo conocido por la familia, los amigos y la gente del hospital. Antes de que un periódico publicara mi foto en portada, como si fuera casi un asesino en serie, y de convertirme en blanco de los insultos y calumnias de todo un sector político y mediático. Las cosas que sucedieron a partir de aquel día sólo las puedo comparar con un huracán. Una fuerza brutal que giraba a nuestro alrededor y que todo lo arrancaba. Y nosotros, en el ojo, no podíamos hacer otra cosa que mirar, protegernos y esperar a que amainara.

"Te tengo que cesar. Ha llegado una denuncia anónima a la consejería por las sedaciones terminales"
Alguien, por oscuras razones, ha soltado una bomba contra el servicio más sensible del hospital
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Debió ser un amanecer normal. Me levantaría a las seis y cuarto en mi piso de Vallecas, me ducharía y conduciría mi coche, un Opel Corsa, hasta el Severo Ochoa, en Leganés, el hospital en el que trabajo desde que se puso en marcha en 1986. Suelo llegar a las siete o siete y cuarto y desayuno en el bar de enfrente. Un café con leche y cuatro churros. Antes de las siete y media ya estoy en mi despacho. (...)

Lo primero que hago es ver cómo está la urgencia y hablar con el equipo de noche. Repasar los pacientes, ver cuáles están pendientes de ingreso y cuántos pueden irse a casa. Otro problema de urgencias es que por la noche se reduce el número de médicos en servicio. Después de muchas horas de trabajo duro, los médicos tienen que descansar unas pocas horas por turnos. Con menos personal para supervisar sus decisiones, al residente le cuesta mandar a la gente a casa. Son las tres de la mañana, cree que el paciente ya está bien, pero, por si acaso, prefiere meterle en una cama en un pasillo. Así, el enfermo puede descansar un poco y por la mañana le ve un médico adjunto. Es algo humano, pero hace que todo se ralentice mucho. La urgencia no debe parar nunca. Si el enfermo está bien a las tres de la madrugada, que se vaya a dormir a casa, que es donde está mejor.

El primer recuerdo que tengo de aquel día es una carta que me encuentro al entrar en mi despacho. Era una citación judicial por un paciente cuya familia, según la carta, nos había denunciado por una sedación terminal. Había un segundo envío para Jorge Olalla, otro médico que también se verá atrapado en todo el escándalo. Cuando él llega, la abre. Es la misma. Pedimos la historia clínica y vemos que es un paciente que nos llegó después de que el servicio de Nefrología considerara que ya no había nada más que se pudiera hacer por él. Sufría también una insuficiencia respiratoria severa, y la propia familia no quería someterle a más diálisis y tratamientos. Sólo nos pidió que no sufriera.

Es algo muy extraño. Primero porque la familia no nos había mostrado la más mínima queja. Y luego porque en estos casos, cuando hay un proceso penal, el gerente siempre custodia la historia clínica. Después nos enteramos de que la carta era falsa, una especie de broma macabra, un adelanto de lo que está por venir. Nosotros no los sabemos entonces, pero el escándalo está a punto de estallar. Hace una semana que las denuncias anónimas han sido mandadas y el consejero Manuel Lamela ya se ha puesto en marcha.

Cojo el teléfono y llamo al gerente, Adolfo Bermúdez de Castro. Le comento lo de la carta y me contesta que no sabe nada. Para mi sorpresa, casi ni me presta atención. Entonces me pregunta que dónde estoy, que tiene que hablar conmigo. Cada vez más extrañado le digo que dónde voy a estar, que en mi despacho. Y me dice que baja a verme un momento. "Te tengo que cesar. Ha llegado una denuncia anónima a la consejería por lo de siempre, por las sedaciones terminales", me dice tras entrar en mi despacho, cerrar la puerta y sentarse. Son las once de la mañana.

Le noto muy nervioso. Balbucea un poco y tiene pinta de estar muy molesto. Me dice que no puede parar el tema, que es una orden superior, que la historia va a saltar a la opinión pública y que Lamela ya tiene tomada la decisión. Que él sabe que estamos trabajando bien, pero que no hay nada que hacer. Tiene una mirada rara. Supongo que mi cara debe de ser aún peor. No recuerdo qué le contesto. Sí que él sigue diciendo que la mañana va a ser muy larga, que trate de estar tranquilo. Que se lo tiene que decir al hospital y que no sabe cómo. Antes de irse me aconseja que no esté muy visible, que desde la consejería le han avisado de que vendrían los medios de comunicación y de que ha reforzado el servicio de seguridad. Que me quede por mi despacho.

Me quedo solo, petrificado. No sé qué decir ni qué hacer. Paso varios minutos con la mirada perdida por mi despacho. Soy bastante ordenado y, aunque siempre tengo muchos papeles encima de la mesa, me gusta que estén todos en su sitio. En mi despacho hay una ventana y las paredes están llenas de archivadores. En uno de ellos está el expediente de la investigación de 2003, cuando la Inspección Médica pasó tres meses analizando con lupa nuestra asistencia. Fue un episodio muy duro, porque se había cuestionado desde dentro del hospital que estábamos causando la muerte de enfermos con las sedaciones terminales. Pero las conclusiones de los inspectores, que dijeron que estábamos actuando bien, fueron un apoyo muy importante para el servicio.

No soy tan ingenuo como para pensar que con eso había quedado todo cerrado. Sé que tengo enemigos dentro y fuera del hospital, que hay gente que discrepa de mi forma de ser y que incluso cuestiona algunas de mis decisiones y prácticas médicas. Eso pasa en todos los hospitales y entre muchos médicos. La asistencia en la agonía de los enfermos terminales es uno de esos puntos oscuros de la medicina. Muchos médicos perciben la muerte como un fracaso y se desentienden del enfermo en cuanto ven que ya no pueden hacer nada por él. Algunos dicen cuatro palabras bonitas a la familia; otros, ni eso, y se van al próximo paciente. Otros, a veces para ocultar sus propias carencias, llevan al enfermo a una situación insostenible de encarnizamiento terapéutico.

En la urgencia de Leganés, no. Si alguien va a morir, nuestra obligación como médicos es que esa persona y la familia pasen el proceso en las mejores condiciones posibles. Se han dicho muchas mentiras sobre la asistencia al enfermo terminal y los cuidados paliativos. Pero la cosa es mucho más sencilla y va más allá de la medicina. Es un compromiso personal con tu papel en la sociedad. Estás al cargo de una población de cientos de miles de personas que nacen, enferman, se curan y mueren en el hospital. Te debes a ellos, y con los recursos que disponemos, no hay razón alguna para que la gente sufra un segundo más de lo necesario. El dolor no dignifica ni glorifica la vida, ni ninguna de esas tesis de los sectores ultraconservadores. El sufrimiento, la angustia de un enfermo que se está muriendo, es un estado sumamente doloroso. Y si está en tu mano evitarlo como médico, no hacer nada es una crueldad deleznable.

La muerte es del enfermo, pero también de la familia. Hay agonías horrorosas, como cuando el paciente siente que se ahoga, que se muere porque no puede respirar. Cuando el dolor le tiene tan paralizado que no puede ni mirar a los suyos para despedirse. Incluso en pacientes en coma, es inhumano dejar que la familia trate de despedirse del enfermo mientras sufre convulsiones o estertores. En ese tránsito hacia la muerte, cuando todas las pruebas te han dicho que ya ha empezado la agonía y que el enfermo se va a morir en unas horas, lo mínimo que puedes ofrecer es que pasen esos instantes en paz, que descanse el enfermo y que la familia pueda empezar a construir el duelo en un ambiente lo más tranquilo y relajado posible.

Pese al aval que recibimos de la inspección de 2003, los médicos que nos cuestionaban no dejaron de hacerlo. Pero nosotros teníamos un informe incontestable que avalaba nuestra asistencia. Nos dio fuerzas en nuestro empeño de extender lo que creemos un derecho de todo ciudadano. En las reuniones internas del hospital me muestro inflexible en la defensa de mis tesis. (...)

En Leganés atendemos unas 100.000 urgencias al año, de las que menos de 50 reciben sedación terminal. Desgastarnos en reuniones eternas para discutir detalles técnicos de un tema que estamos haciendo bien, y que afecta a menos del 0,1% de nuestra actividad, es algo que me molesta bastante. Nunca he sido muy diplomático. Y no me callo cuando siento que, con la excusa de las sedaciones terminales, se dilucidan otras cuestiones como las luchas de poder en el hospital o cuestiones ideológicas de cada uno. Las reuniones de médicos en un hospital deben servir para que la asistencia a los enfermos mejore. Y en Leganés muchas veces parecía que fuéramos hacia atrás.

Por eso digo que no soy tan ingenuo como para pensar que todo había quedado resuelto. Sé que hay gente dentro y fuera del hospital que me la tiene jurada. Pero de ahí a pensar que alguien nos pueda acusar de matar a 400 personas hay un abismo. Ese viernes me quedo tan descolocado porque es todo una locura. Pensar que en un hospital de 1.200 trabajadores, con más de 180 personas trabajando en la urgencia, alguien pueda plantearse que todos somos cómplices de matar a cientos de enfermos, es una monstruosidad de tal magnitud que te quedas que no sabes qué decir.

Y no es sólo eso. La denuncia dice que nos hemos aprovechado del bajo nivel cultural de la gente que vive en Leganés para matar a quien nos da la gana sin que las familias se den cuenta de lo que ocurre. Es como llamar, perdón por la expresión, gilipollas a una ciudad entera. Porque no hemos tenido una sola denuncia por las sedaciones. En una urgencia hay muchas reclamaciones, porque se trabaja con mucha presión y siempre se puede hacer alguna cosa mal. Pero ninguna por las sedaciones. Excepto los anónimos, claro.

No sé cuanto tiempo me paso solo en el despacho pensando en estas cosas. Ni siquiera recuerdo si lo pienso entonces o las he añadido luego en mi memoria. Es todo tan descabellado que estoy como flotando. Llamo a los compañeros del turno de mañana. Les resumo lo que me ha dicho el gerente y les digo que estoy cesado. Que se va a montar un revuelo enorme y que todos tranquilos, a esperar acontecimientos.

Luego llamo a Joaquín Insausti, jefe de anestesia; a Frutos del Nogal, jefe de la UCI; a Javier Salmeán, jefe de ginecología, y a Ángel Arregui, jefe de pediatría. Ellos son mis amigos, mis compañeros, con quienes pusimos en marcha el hospital hace casi 20 años. Reaccionan con sorpresa, pero con mucha más indignación. Tampoco se pueden creer que la pesadilla de 2003 vuelva a repetirse ahora. Y, sobre todo, ninguno puede entender por qué ya se han tomado decisiones tan drásticas, como mi cese, basado en una denuncia anónima, sin haber hablado con nadie del servicio, sin ninguna investigación, sin respetar la más mínima presunción de inocencia.

La conversación es atropellada. De repente nos preguntamos unos a otros qué va a pasar. Y luego, casi a gritos, la tomamos contra Lamela y los que imaginamos detrás de todo... Pero lo que se hace más evidente es el gran sentimiento de injusticia que nos embarga. Nos sentimos humillados. Entre todos habíamos puesto en marcha el Severo Ochoa. Nos habíamos dejado la piel para que Leganés, una ciudad de casi 200.000 habitantes y orígenes humildes, tuviera el hospital que necesitaba. Los que allí estamos, y la gente que no para de entrar y salir del despacho, hemos pasado juntos por mil batallas para que el Severo Ochoa sea el mejor hospital posible. Todo para que Lamela y Esperanza Aguirre, que de sanidad no saben nada, y de la pública menos, ensucien el nombre de toda una ciudad y su hospital.

El Severo Ochoa tiene la primera maternidad de España que implantó el parto sin dolor en lo público. Muchos de nosotros habíamos llegado desde Móstoles, que fue el primer hospital que había luchado para que las mujeres pudieran abortar en la sanidad pública. Somos conocidos por ser de izquierdas. Y, en cierta manera, todos percibimos que esto es un ataque contra una manera de entender la medicina muy alejada de la que reina en los despachos de la consejería, copados por unas élites del PP que ya han empezado a privatizar la sanidad pública en la Comunidad de Madrid.

Casi sin hablarlo, empieza a cristalizar entre nosotros la idea del ataque a la sanidad pública. Alguien, por oscuras razones, ha soltado una bomba contra el servicio más sensible del hospital, y Lamela, cogiéndolo al vuelo, no ha hecho otra cosa que lanzar un ataque en toda regla contra uno de los hospitales emblemáticos de la red pública de Madrid.

También estamos un poco asustados. Si la Comunidad de Madrid ha puesto todo esto en marcha, el ataque va a ser demoledor. Damos por descontado que tendrán una estrategia, aunque montada sobre falsedades, bien diseñada (...). Tendrán que pasar semanas hasta que nos demos cuenta de que todo es un gigante con pies, y mentiras, de barro. Que con una denuncia anónima y falsa se han lanzado a una carrera loca hacia ninguna parte. Que se tendrán que inventar comisiones e informes para justificar todo el daño que están haciendo. Pero ese viernes 11 de marzo aún no lo sabemos. Sólo sentimos que alguien muy poderoso va a por nosotros.

El doctor Luis Montes, en el centro, durante una concentración de trabajadores del hospital Severo Ochoa, en abril de 2005.
El doctor Luis Montes, en el centro, durante una concentración de trabajadores del hospital Severo Ochoa, en abril de 2005.ULY MARTÍN

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