Perder la guerra buena
¿Se puede perder la guerra buena y ganar la mala? Afganistán siempre fue la guerra buena e Irak la mala. La primera estuvo justificada en razón de los talibanes y la amenaza terrorista, la segunda se basó en mentiras y sus objetivos siempre fueron bastardos. En Afganistán se aplicó la legalidad internacional, en Irak se violó. Por ello, España retiró sus tropas de Irak, pero a cambio las ha mantenido en Afganistán.
Ahora, sin embargo, nos encontramos ante una situación desconcertante: la guerra mala va bien, pero la guerra buena es un desastre. En Irak, kurdos, chiíes y suníes están aprendiendo a convivir: han pactado una legislación electoral que permitirá que se celebren elecciones municipales el próximo enero y parecen estar a punto de acordar un reparto equitativo de los ingresos del petróleo.
La guerra de Afganistán dura ya más que la II Guerra Mundial, y las perspectivas son sombrías
Aunque todo progreso en Irak es sumamente precario y debe ser manejado con extrema prudencia, existen motivos para unas mínimas dosis de esperanza: del lado chií, el Gobierno de Nuri al Maliki está cada vez más asentado y los radicales de Múqtada al Sáder cada vez más debilitados. Mientras, del lado suní, el Ejército americano ha logrado poner en pie (a razón de entregas en efectivo de trescientos dólares mensuales) una milicia de más de cien mil hombres que no sólo mantiene el orden en su zona, sino que está expulsando progresivamente a los terroristas de Al Qaeda fuera del país.
De seguir así las cosas, la próxima Administración estadounidense podrá contemplar con realismo la posibilidad de retirarse progresivamente de tal manera que su presencia quede reducida al mínimo. La guerra civil entre los tres grupos étnicos y la desmembración del territorio, que sigue siendo el mayor peligro, todavía sería posible, pero llegado este punto, la responsabilidad sería de los propios iraquíes, no de Estados Unidos.
Mientras tanto, en Afganistán, el jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, Mike Mullen, dice que no está seguro de estar ganando la guerra y pide refuerzos adicionales, hasta diez mil nuevos efectivos. Todas las noticias que vienen de Afganistán son malas: la autoridad del Gobierno de Hamid Karzai termina a las afueras de Kabul; el Ejército afgano no existe o es invisible en grandes partes del territorio; los talibanes no sólo no están vencidos sino cada vez más seguros de sí mismos; el cultivo de opio está disparado; y el vecino Pakistán está completamente desestabilizado. Con razón, los europeos que mantienen tropas allí están cada vez más preocupados: sus tropas, en lugar de contribuir al proceso de reconstrucción del país, se encuentran cada vez más involucradas en una contienda para la que no están preparadas, material ni psicológicamente.
La guerra de Afganistán dura ya más que la Segunda Guerra Mundial y las perspectivas son cada vez más sombrías: el previsible incremento de las operaciones militares multiplicará incidentes como el de Azizabad, donde los bombardeos estadounidenses provocaron la masacre de casi cien civiles, lo que debilitará aún más la legitimidad de las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN ante los afganos.
Como se ha puesto de manifiesto tras la emboscada sufrida por el Ejército francés a finales de agosto, que se cobró diez muertos entre sus filas, los ejércitos europeos tendrán que enviar nuevos efectivos para proteger a los que ya están allí, lo cual les expondrá aún más a sufrir nuevas bajas. Por tanto, de seguir las cosas así, la Administración de Bush nos legará una amarga paradoja: victoria en Irak, derrota en Afganistán.
¿Qué pasará cuando un nuevo presidente tome posesión en enero del año que viene? Tanto John McCain como Barack Obama han asegurado que enviarán nuevas tropas a Afganistán, lo que significa no sólo que habrá un recrudecimiento importante del conflicto sino que Washington presionará intensamente a sus aliados europeos, entre ellos España, para que incrementen su compromiso con Afganistán.
Los europeos tienen ante sí dos opciones: pueden ir por libre o actuar unidos. En el primer caso, unos, como Francia, aumentarían sus efectivos pero otros, como a veces se pide en España, se retirarían unilateralmente. En el segundo caso, entablarían conversaciones con la nueva Administración estadounidense para ver cómo, entre todos, dar la vuelta a ese conflicto y encauzarlo de una forma que sea tanto compatible con nuestros intereses de seguridad como con nuestros principios.
Una Europa unida podría convencer a Washington de que, como en Irak, optara por una solución política, no militar, que hiciera a los propios afganos responsables de su futuro y les diera los medios necesarios. Pero para ello es necesario que dejemos de pensar en retirarnos.
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