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Columna
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No siempre queda París

José María Ridao

A la vista de las declaraciones de Gobierno y oposición a cuenta de la crisis, se diría que no han tomado conciencia de que existe un estilo de hacer política, incluso una manera de entenderla, que ha dejado repentinamente de funcionar. No basta, así, con que el Partido Popular insista en que hay que tomar medidas contra la crisis, dando a entender que guarda en la recámara una misteriosa panacea, ni que el Gobierno se limite a responder exigiendo más lealtad y menos catastrofismo, como si eso le eximiera de exponer con claridad su estrategia para los tiempos que se avecinan. La exhibición de optimismo desplegada en Nueva York con ocasión de la Conferencia General de Naciones Unidas produjo sonrojo, no porque algunos datos no fueran exactos, sino porque parecía reducir el papel del Gobierno al de mero glosador y propagandista de la economía española, minusvalorando la trascendencia de sus responsabilidades y de sus opciones tanto en el plano interno como en el internacional.

El Gobierno no da pistas sobre el papel en la crisis que busca para la UE; tampoco la oposición

Si en algo deberían estar de acuerdo Gobierno y oposición es en que los medios de los que dispone España para enfrentarse a la crisis son limitados, como le sucede al resto de los países, incluidos los socios europeos. Pero, justo porque son limitados, no tiene sentido que el debate político se desarrolle en España como si nuestro país tuviera en su mano convertirse en una isla de prosperidad en medio de la tormenta económica general. El margen de maniobra es, por desgracia, escaso, y, pese a ello, exige de día en día tomas de posición que, no por restringidas y concretas, dejarán de ser decisivas para paliar, eventualmente, los efectos de la crisis. Por ejemplo, la respuesta ante iniciativas como la de Sarkozy, convocando a los cuatro miembros europeos del G-8 en París. El Partido Popular consideró que la exclusión de España era la prueba fehaciente de una "pérdida de peso" internacional, ese extraño concepto elaborado cuando nuestro país, siendo más o menos el mismo que es ahora, se mostraba junto a los poderosos de este mundo por razones que más vale olvidar. Y el Gobierno, por su parte, no consiguió desmentir esa lógica de creerse grande sólo porque se aparece retratado con los grandes, al mostrarse molesto porque se le privase de una fotografía a la que se creía con derecho.

La cita promovida por Sarkozy desbordaba los cauces institucionales de la Unión, privando por vías de hecho a los 23 miembros restantes, y entre ellos, a España, de expresar sus opiniones y hacer valer sus intereses. En este sentido, la cumbre de París no contribuía a reforzar el proyecto europeo, sino a debilitarlo por la vía de fomentar recelos políticos entre los socios en unas circunstancias económicas especialmente duras para todos. Oponerse o, cuando menos, mostrar una diplomática aunque inequívoca disconformidad con esta cita era algo que podrían haber hecho el Gobierno o la oposición, cuando no los dos, y no en nombre de la grandeza ofendida de España, sino en defensa de un proyecto que, como el de la Unión, constituye uno de los pocos resortes con los que se cuenta para hacer frente a la crisis. La simple sospecha de que la iniciativa de Sarkozy podía dar lugar a un restringido directorio de las instituciones europeas ponía en riesgo cualquier acuerdo al que se pudiera haber llegado en París, por más que, como se pudo apreciar de inmediato, el activismo irreflexivo de la presidencia francesa acabara en otro de esos compromisos que el inquilino del Elíseo se complace en calificar de solemnes, aunque nunca se acabe de saber del todo ni qué cambian ni para qué sirven.

Justamente con la reunión de ministros de Economía y Finanzas de la Unión, Gobierno y oposición tienen de nuevo la oportunidad de abandonar ese estilo de hacer política, incluso esa manera de entenderla, que ha dejado abruptamente de funcionar por la irrupción de la crisis. ¿España se limitará a estar de oyente en el Ecofin o, por el contrario, tiene propuestas para orientar la acción europea? Y si las tiene, ¿cuáles son? El Gobierno no ha dado hasta ahora pistas claras sobre el rumbo que desea para la Unión, pero tampoco la oposición ha ofrecido alternativas, entre otras razones porque, tal vez llevada por la inercia de la anterior legislatura, la palabra Europa sigue sin formar parte de su vocabulario político más frecuente. Y tras el Ecofin, los próximos 15 y 16 de octubre llegará un Consejo Europeo tal vez decisivo, puesto que se celebra en un momento en el que hay que acordar medidas para impedir, o al menos limitar, el contagio de la crisis financiera que llega del otro lado del Atlántico. Al Gobierno le correspondería decir qué defenderá en ese Consejo, lo mismo que la oposición debería señalar qué haría si estuviera en el Gobierno. Ahí radica, sin duda, uno de los principales debates sobre la crisis; un debate que, por lo demás, hasta ahora ha brillado por su ausencia más, mucho más de lo que lo hizo España en esa extemporánea cumbre de París convocada por Sarkozy.

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