Literatos a la achicoria
Pocos cafés han merecido la atención literaria como el Gijón, en el paseo de Recoletos. Quizás, único y poco conocido, sobrevive fiel a su apariencia, La Fontana de Oro, retranqueado en la Puerta del Sol, donde entran turistas que nunca oyeron hablar del pasado esplendor de aquel cónclave de conspiradores, cesantes y pretendientes que con tanta intensidad vivieron la última mitad del siglo XIX y el primer tercio de la siguiente centuria.
El Gijón era la rutina, el vicio, el refugio, primero de poetas, incorporándose luego los novelistas y numerosos pintores, en general silenciosos, invadido, más tarde, por la gente de teatro, que por allí recalaba para tomar el último recuelo tras la segunda función y hablar mal los unos de los otros y de los empresarios y autores en conjunto. Aún no fueron extintas aquellas oleadas cuando comparecieron tímidamente los magistrados, con nocturnidad, fuera del horario de las covachuelas. En la mañana y a horas de la siesta apenas se les veía, pero aparecían después de la cena, admitiendo entre ellos, alguna vez, como si estuvieran barajados, a funcionarios civiles e incluso algún plumífero periodista.
Al Gijón, y a los cafés, en general, tras la Guerra Civil, se iba a ejercer una función gloriosa: perder el tiempo
Unos jóvenes escritores -para mí, ahora, cualquier ser vivo es joven- han hablado del difunto Umbral y del Café Gijón, y uno de ellos asegura que este lugar "no ha creado un solo escritor en toda su historia". Algo de razón tienen: el escritor suele nacer de su madre, antes en casa y desde hace tiempo en los quirófanos de la maternidad hospitalaria. Del "Gran Café de Gijón" no salían escritores, pero fue una especie de seminario, quizás un raro centro de formación profesional, heredero directo de los esparcidos por el centro de la ciudad, donde se instalaron tertulias al amparo de algún santón de oficio. La novedad que le distingue es que no hubo magisterios experimentados, porque en los años cuarenta del siglo pasado se produjo allí un parto múltiple de nuevos talentos y diferentes dimensiones. Iban figuras del próximo pasado, como Gerardo Diego, quizás porque le caía cerca de la calle de Covarrubias donde vivía, y supervivientes del 27, ya depurados, y entusiastas discípulos y émulos de Lorca y Aleixandre los que fundaron un conato de generación, a la que llamaron "Juventud Creadora", con la capitanía honoraria indiscutida de José García Nieto y sus acólitos Jesús Juan Garcés, Pedro de Lorenzo, Rafael Montesinos, todos de moza edad, raspando la treintena, bajo la advocación de Garcilaso y Góngora.
Durante los primeros años charlaban, poco de vino, mucho de poesía y casi nada de virtud. Tienen razón los aludidos al principio, Javier Villán y Antonio Herrero, al negar que de allí salieran escritores. Cuando alguno cuajaba en los libros, los recitales, las conferencias y las veladas literarias, dejaba de ir, con la excepción fiel de García Nieto, para quien terminó siendo una obligación que su natural bondadoso y sacrificado le imponía.
Cela aparecía poco. Según el propietario, solía alquilar un taxi en Cibeles, dar la vuelta y parar unos metros más allá, total, un par de pesetillas, a la puerta del café. Jardiel Poncela utilizó los cafés para trabajar, no para charlas, literarias o no. Recorrió casi todos. Le conocí personalmente cuando, con 20 años y enamorado, fuimos mi novia y yo a pedirle consejo sobre si nos fugábamos de los respectivos domicilios. Sus novelas desenfadadas le conferían una autoridad en cuestiones mundanas, incontestables para nosotros. El prudente consejo fue que esperáramos y utilizásemos cualquier presión válida para lograr el permiso paterno. Interrumpimos la tarea que le ocupaba en el Café Europeo, de la plaza de Bilbao. Creo que estaba más asustado que nosotros apasionados por aquella inesperada responsabilidad que un par de idiotizados tórtolos le planteaban.
Umbral no fue punto fuerte de aquellas tertulias, pues llegó bastante pronto a la fama periodística y a la aceptación de su talento por editores de diarios y de novelas.
La verdad es que cuando un plumilla destacaba, cualesquiera que fuesen sus registros, pronto el duro trabajo le manumitía de la rutinaria comparecencia ante aquellas mesas de mármol y los divanes de falso terciopelo rojo.
Al Gijón, y a los cafés, en general, después de la Guerra Civil, se iba a ejercer una función gloriosa: perder el tiempo. Claro que se hablaba de poesía y literatura, de pintura, rara vez de política, y, hacia los setenta, redondear el aburrimiento jugando al ajedrez. Uno de los notables que más resistieron fue Manuel Vicent, que regresó a su tierra levantina desde donde podía escribir, con igual maestría, su anual artículo contra las corridas de toros. Además de tantas otras cosas. El que salía escritor es porque había entrado siéndolo. Así de fácil.
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