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Columna
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TVE en Cepillolandia

Mantengo desde siempre una actitud reverencial respecto a los cepillos, tanto si son de ropa como para el pelo; para eliminar la caspa de las hombreras como para sacar brillo a los zapatos. Los comercios dedicados a la venta de semejantes objetos de la mejor artesanía entretuvieron mi atención desde que era niña. Merodeaba yo cual charnega viciosa con trenzas, atisbando escaparates en donde aparecían juegos de cepillos de diversos tamaños y modelos -para la dama, para el caballero- cuidadosamente dispuestos en estuches lujosos. Cajas de madera noble forradas de terciopelo o de buen paño destinadas al ajuar masculino; recipientes más fantasiosos, con adornos de nácar o pedrería, con tejido de fondo haciendo aguas, brillante, para las señoritas. Los propios cepillos, con sus empuñaduras de concha de tortuga o de plata, marcaban con sobria intransigencia la distancia entre lo masculino y lo femenino tal como se percibía en aquellos tiempos. Tener un cepillo multiusos en casa era una cosa. Hacerse con un estuche de cepillos era muy otra. Nos peinábamos con peine, y las clases populares disfrutábamos de poca variedad de modelos. Con la llegada del plástico cambió todo. Y ahora puedo comprarme cualquier cepillo casi sin prestarle atención. Eso que he perdido.

Me ocurre lo mismo con el directo televisivo. Inciso: si aquí se preguntan a qué viene este giro, no se preocupen y sigan leyendo, porque está íntimamente entrelazado un tema al otro. Sigamos. Las retransmisiones en directo, ese nervio vivo que sacude el televisor, merecen el máximo interés, como sabemos todos los periodistas que hemos visto alguna vez desde dentro la profesionalidad de quienes se entregan a semejante batalla -informar en directo- a pesar de los obstáculos y de los imprevistos. Vueltas ciclistas, partidos de fútbol, competiciones deportivas, ¡conciertos! ¿Hay algo más apasionante que seguir la retransmisión en directo de un concierto? En el momento en que Barenboim y Beethoven se funden en un solo de piano, siempre me pongo en el lugar del cámara, en el del realizador... ¿Llegarán a tiempo para captar la firme suavidad de las manos, el brillo del teclado? ¿Me llegará nítidamente el silencio entre dos notas? Son muchos los prodigios a los que asistimos sin ni siquiera apreciar el esfuerzo que les dedican quienes nos los brindan, exactamente igual que cuando me compro un cepillo para lo que sea, sin recordar la devoción que en otro tiem¬¬po dedicaba a su mera existencia, sello de distinción en las vitrinas.

He estado pensando en ambas cosas -los nobles cepillos, la televisión no menos digna- a raíz de una síntesis realizada a nivel de subsuelo cerebral por el programa de la televisión pública española, España en directo, y gracias a la cual -a la síntesis-, ni la función del cepillo ni la del directo pudieron caer más bajo. Aquí aparecía un mozalbete que, con el aliento entrecortado tal que si hubiera corrido en pos del talibanerío por las cordilleras afganas, esgrimía un par de cepillos y, con suprema decisión, se conectaba en directo con otra joven que se hallaba en el estudio. Me detuve ante el televisor, fascinada por la posibilidad de que aquel tipo hubiera descubierto el ADN de algún terrorista en algún pelito suelto. Subí el volumen del sonido.

No, amigos míos. España en directo ponía a los profesionales del programa, a sus técnicos y creativos, así como periodistas y floreros, al servicio de la retransmisión en vivo de una información imprescindible: cómo limpiar los cepillos. El enviado especial a Cepillolandia realizó una investigación a fondo, tanto en lo que se refiere a la higiene cotidiana debida al cepillo de dientes como a los cilíndricos para rulos, siendo interrumpido cada dos por tres -como debe ser: así es el directo- por la hábil interrogadora situada en el estudio.

La intervención del osado corresponsal en Caspolandia y la eficaz retransmisión de su trabajo obtuvieron de mí una respuesta no muy civilizada, pero sí apaciguante. Me saqué un moco de la nariz y lo pegué en la pantalla.

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