Austeridades
A estas alturas de los acontecimientos, parece superfluo consumir una gota más de tinta en la glosa del carácter complejo, planetario y severo de la crisis económica que nos aqueja, de lo imprevisibles que resultan el alcance y la duración de la misma, o de lo poco que puede hacerse para atajarla ya sea desde el Gobierno español o desde el Ejecutivo catalán. A pesar de ello, resurgen en el debate público los remedios caseros, las recomendaciones ejemplarizantes, los llamamientos cándidos -o falaces, que de todo hay- a la austeridad.
Así, se rumorea que en el núcleo duro del Gobierno central han causado malestar y preocupación ciertas conductas recientes de otros miembros del Gabinete o del poder socialista, conductas tenidas por ostentosas o derrochadoras. Por ejemplo, que el presidente Rodríguez Zapatero utilizase un helicóptero de gran envergadura para visitar, el pasado 27 de agosto, las obras de la alta velocidad ferroviaria en Galicia. O que la secretaria de Organización del PSOE, Leire Pajín, se permitiese un crucero de una semana por el Mediterráneo durante sus recientes vacaciones. O que la titular de Igualdad, Bibiana Aído, haya decidido usar en el logotipo de su ministerio el color malva en vez del amarillo común a toda la Administración estatal, con el subsiguiente coste añadido. O los ya célebres implantes capilares con que el presidente del Congreso, José Bono, ha contrarrestado su calvicie. Al parecer, resurge en La Moncloa el espíritu del nunca bien ponderado Alfonso Guerra, quien, durante la crisis económica de los años 1980, conminó a los ministros del primer Gobierno de Felipe González a veranear -cito de memoria- "junto a la parienta, con el pañuelo de cuatro nudos en la cabeza y el botijo en la mano". Él, de todos modos, volaba en un Mystère de la Fuerza Aérea cuando le convenía visitar a su novia en Roma... También en Cataluña han comenzado a oírse voces de parecido tenor, apelaciones a la contención y al ahorro en los gestos y en ciertos gastos públicos. Hay quien ha visto los canapés y las copas de la recepción que el presidente del Parlament, Ernest Benach, ofreció la víspera de la Diada (nada distinto de lo que ocurre cada Sant Jordi por la mañana) como una muestra de ligereza y de insensibilidad ante los damnificados por la crisis. ¿Cómo es posible -se preguntan otros, con sorpresa sincera o impostada- que, en estos tiempos de vacas flacas, la Generalitat celebre el Onze de Setembre en Berlín, que potencie su delegación en París, que vaya a abrir otra en Nueva York? Más expeditivo, un portavoz de Ciutadans-Partido de la Ciudadanía ha pedido, directamente, que se suprima el Departamento de Vicepresidència, cuyo titular es Josep Lluís Carod Rovira, como medida de "austeridad ante la crisis"...
Ciertas críticas al presunto despilfarro de la Generalitat resultan ingenuas o abiertamente malintencionadas
Bien, vayamos por partes. Como criterio general, es obvio que los recursos públicos son sagrados, que han de ser administrados con rigor y que cualquier sospecha de malversación debe ser denunciada en términos políticos o, si preciso fuere, judiciales. Dicho esto, tengo para mí que mucho deben empeorar los datos macroeconómicos para que Rodríguez Zapatero vuele en ultraligero, o siquiera en low cost. Que, sea cual sea la tasa de paro de septiembre, el ya cercano Doce de Octubre se celebrará en Madrid con la pompa y la solemnidad propias de tal ocasión. Que, diga Carod Rovira lo que diga, el Gobierno central no va a amortizar ninguno de sus 17 ministerios. Y que, aun si la economía entrase en recesión, el Reino de España no empezaría a cerrar embajadas y consulados para ahorrarse unos millones de euros. Es decir: los Estados modernos conllevan unas exigencias de prestigio y representación (¿cuánto debió de costar la reciente escapada del presidente Zapatero a Estambul, en pos de su Alianza de Civilizaciones? ¿Y la fiebre viajera de Sarkozy?), exigencias que son caras, sí, pero a las que ninguna crisis va a hacerles renunciar.
Es aquí donde ciertas críticas al presunto despilfarro de la Generalitat resultan profundamente ingenuas o abiertamente malintencionadas. Que, desde el establishment madrileño, hay quien considera la defensa de la identidad catalana un derroche suntuario, eso nos lo confirmó el otro día el vicepresidente Solbes al vincular la demanda de mejor financiación autonómica a los altos costes de TV-3, ese capricho, ese oneroso juguete. Pero, según parece, también en Cataluña hay ciudadanos que perciben la del Estado como la Administración importante y necesaria, la de verdad, la de toda la vida, y en cambio ven en la Administración catalana algo sobrevenido, superfluo, accesorio, un lujo que tal vez cabe permitirse en épocas de bonanza, pero cuya dimensión representativa debe ser reducida y minimizada en tiempos de estrechez como los actuales.
Pues miren, no. En todo caso, cuando a causa de la crisis el Instituto Cervantes recorte su presupuesto a la mitad, el Institut Ramon Llull podrá considerar medidas equivalentes. Y cuando las embajadas de España en el mundo bajen drásticamente de las 130 actuales, tal vez entonces la Generalitat deba reducir su media docena de delegaciones en el exterior. Y cuando, para ahorrar, el presidente Zapatero pase seis meses sin salir de España, será el momento de que Montilla y Carod recorten sus agendas de viajes al exterior.
Por lo que se refiere a los canapés y las copas, el hecho de que no me hayan invitado jamás a recepción oficial alguna en la Villa y Corte me impide establecer comparaciones precisas. Pero, con o sin crisis, no me imagino las cenas de Estado en el Palacio de Oriente servidas por Telepizza.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.