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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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¿De qué se ríe esa mujer?

Manuel Rodríguez Rivero

Una mujer hermosa, riéndose a mandíbula batiente, con la cabeza inclinada hacia atrás y el rostro levantado hacia el cielo, los ojos cerrados, el cuello tenso. Con su mano izquierda, ligeramente contraída en un puño sin fuerza, parece contenerse las convulsiones que la risa le provoca en el estómago; con la derecha sujeta a la vez unos guantes y un cono de barquillo con una bola de helado demediada; de su muñeca cuelga un bolso de cocodrilo (no creo que sea de imitación, parece adinerada), mientras que en el antebrazo reposa esmeradamente doblada (con el forro a la vista) la chaqueta del traje, de la que seguramente se ha desprendido a causa del calor que también le ha provocado el deseo de tomarse el helado. Permanece de pie, en plena calle, dándole la espalda a un escaparate dominado por medio maniquí sin cabeza ataviado con americana, camisa y corbata de hombre. Nunca nadie sabrá qué o quién la hace reír de modo tan absoluto y hermoso de ver: un gozo. Pero, por razones probablemente psicoanalizables, siempre he creído que ese estafermo elegante y descabezado, y el cono del helado que tal vez caiga al suelo si continúa la carcajada, podrían darnos alguna pista.

El fotógrafo Garry Winogrand sostenía que nada había tan misterioso como un hecho claramente descrito

La placa -un ejemplo sin pretensiones literarias del célebre "instante decisivo" de Cartier-Bresson- fue tomada por Garry Winogrand (1928-1984) hace cuarenta años, y forma parte de la nueva tanda de adquisiciones fotográficas de la Fundación Mapfre, en cuya sede puede admirarse estos días -junto con otras suyas y de otros importantes fotógrafos norteamericanos como Walker Evans (1903-1975), Harry Callahan (1912-1991), Helen Levitt (1913), Diane Arbus (1923-1971) y Lee Friedlander (1934)- formando parte de la exposición titulada Coleccionar el mundo. Si les interesa la fotografía y están en o pasan por Madrid, no se la pierdan.

Winogrand sostenía que nada había tan misterioso como un hecho claramente descrito. Esa convicción -una poética y una ética de la imagen- está presente en la obra de muchos grandes fotógrafos de su generación, cuya madurez creativa se produjo a lo largo de la década de los cincuenta del "siglo americano". Formados o influidos por el fotoperiodismo, pero tan reticentes a la anécdota "de interés humano" como al romanticismo de sus maestros de la fotografía social, su obra es deudora, como la de los pintores de la "escuela de Nueva York", de la estética del instante, y en ella puede rastrearse el influjo del existencialismo, del film noir de los cuarenta o del aullido rigurosamente contemporáneo de la poesía beat.

Dejando aparte a Evans, mínimamente representado, lo que hermana a los fotógrafos de la muestra es precisamente el interés por captar -sin ánimo de juzgarla- la "América real". Por eso, y sin proponérselo en primer término, su obra tan diversa termina documentando también la anomia urbana, con sus asperezas y disfunciones, y sus efectos sobre la gente: la alineación, la soledad, el aislamiento, el tedio. Los televisores con imágenes congeladas que presiden los despoblados interiores de Friedlander son la otra cara del catálogo de emociones que expresan los primeros planos de mujeres perdidas en sus pensamientos de la espléndida serie de Harry Callahan; los leves freakies antirrománticos de Arbus no están lejos de los veteranos de la legión americana de Winogrand, ni de los niños enmascarados de esa soberbia cronista de Nueva York que es Helen Levitt.

Todas esas imágenes en glorioso blanco y negro coinciden en su cualidad de ventanas que nos invitan a asomarnos -deteniéndonos en un instante irrepetible- a otros mundos que están aquí mismo, pero en los que habitualmente no reparamos. Y merece la pena hacerlo, porque sus protagonistas, ya iconos de sí mismos, se alimentan de sueños y soledades que nosotros también conocemos.

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