Chismorreo
Antes de morir de una sobredosis de barbitúricos, Cesare Pavese, cuyo centenario acaba de ocurrir, dejó escrita una frase que durante algún tiempo le dobló la mano a los cotillas: "Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado". La recogía José Andrés Rojo aquí cuando glosó la figura del autor de El oficio de vivir, y ahora constituye un subrayado perfecto para el clima que vive la cultura.
Hay en el arte del chismorreo un deleite extraordinario sobre los problemas que pueda tener el sujeto del cotilleo. Si el otro sufre, el cotilleo adquiere niveles sádicos; si no sufre, el cotilleo abunda para hacerlo sufrir. A menudo el cotilleo crece en el anonimato y halla carta de naturaleza en una maledicencia que nunca se sabe cómo se inició.
Quieren mucho a Bardem, claro, pero también le han hecho mucho daño
Ha habido grandes escritores, por ejemplo, sobre los que cayó la fama de gafes, y vivieron toda la vida con un estigma que ni la muerte pudo anular. En otros mundos, en el mundo del cine, el cotilleo va desde la alfombra roja a cualquier cosa, con la justificación de que los personajes que protagonizan ese universo están muy retratados. A veces el cotilleo surge porque lo buscan los protagonistas, o porque quieren estar en el candelero o porque le cogieron el gusto a aparecer. A veces los medios, todos los medios, excitan el cotilleo aunque el personaje no se preste, y usan la fama de los actores (sobre todo) para edificar falsedades de todo tipo que después parecen verdad.
Decía Raymond Chandler, en ese extraordinario libro El simple arte de escribir (Emecé), que "la mayoría de los escritores tienen el egotismo de los actores sin su belleza física ni su encanto". Los actores reciben más atención que los escritores. También se les ve más, y acaso porque, como dice Chandler, generalmente son más guapos y excitan una mirada bobalicona que más veces va sobre su cara que sobre su obra, lo cual a los actores -lo dicen- no les hace ninguna gracia.
En el mundo del chismorreo nacional ha sido una víctima habitual en los últimos años Javier Bardem, que además de ser guapo, que lo es desde chico, es un gran actor. Como es un tipo comprometido, alguien que piensa y dice a favor o en contra de aquellos asuntos que generan su compromiso vital, lo han puesto en la picota muchas veces, y no siempre, ni mucho menos para hablar de su obra. Ni mucho menos.
Hemos visto portadas de Bardem, en la prensa española, siendo asociado a los que en este país apoyan causas que la sociedad y él mismo repudian abiertamente. Pero ha sido utilizada su imagen para redondear para peor el calificativo de titiriteros, utilizado por algunos medios aviesos para descalificar acciones públicas de legítima reivindicación civil. Esa actitud frente a Bardem -y al resto de los llamados titiriteros- no ha tenido en este país ni la autocrítica ni el desprecio que merecen tanto esta como otras actitudes de desalmados que utilizan la descalificación para acabar con el prestigio de las personas; ahora se le saca a Baltasar Garzón lo que gana para tachar lo que hace, y así sucesivamente.
La descalificación va unida, en estos casos, al cotilleo; en los salones galantes los cotilleos no salían en los periódicos ni en las teles ni en los digitales, pero ahora hay de todo eso, y, cómo no, sigue habiendo cotilleo. A Bardem le buscan hasta en los retretes a ver si encuentran cómo se hurga la nariz, y luego eso se convierte en una noticia cuando en realidad no es otra cosa que un chismorreo. Él ha desmentido que haya dicho que aquí le critiquen y le descalifiquen, pero pudo haberlo dicho, en el New York Times y en la plaza pública. Aquí, lo puede decir, se le ha hurtado su talento para vaciar sobre él una voluntad de chismorreo que no me extraña que le haya estallado más de una vez en la boca del estómago. Le quieren mucho, claro, pero también le han hecho mucho daño, y él tendría derecho a decirlo donde le dé la gana.
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