Como rosa de China
En la soledad urbana de agosto, entre el silencio del teléfono y la parálisis del correo electrónico, disfruto, sin embargo, de un regalo de los dioses. Los Juegos Olímpicos que se celebran en China. No por los Juegos, ni por China, aunque ambos exciten mi curiosidad dentro de un relativo orden.
Pero me gusta a rabiar que la excusa de los JJ OO me permita disfrutar durante estos días de la presencia continuada en la televisión pública de esa extraordinaria reportera, veterana y exacta, cuya simple aparición me procura el goce profesional más genuino. Rosa María Calaf, cuyo rostro ilumina -su pelo desafiante, su mechón claro, su calma- la información. Sé que sus seguidores somos legión, y de todas las edades.
Me alegra la vida, como receptora de sus noticias y como periodista. Me convence de que no todo está perdido, de que no siempre el informativo es un concurso de carnazas, de que mientras queden nobles maestros, en algún lugar surgirá alguien, alguien joven que quiera imitarles hacer las cosas a la manera clásica, con rigor y entereza, y que no se rinda.
Rosa en pantalla, ahora Rosa de China (nombre por el que también se conoce al hibisco: escarlata como su cabello), aporta veracidad y estilo. Además de ser buena y haber sido probada al yunque en este oficio -no es fácil sobrevivir, menos en televisión, y menos aún en esta época-, de haber sufrido las tontunas ajenas, Calaf continúa yendo de un lugar para otro, cargada de experiencia y sabiduría, tanta como para destilarlas en los breves tiempos que la televisión ofrece.
NO SOMOS AMIGAS ÍNTIMAS, no hemos tenido oportunidad de permanecer en un sitio las dos el tiempo suficiente, pero sí buenas colegas. Es de esa gente con la que puedes estar hablando hasta las tantas, que sabe de todo, que crea además un ambiente acogedor, grato y casero, aunque sea en la mesa de un restaurante. La conocí en Los Ángeles en el verano de 1984, en otros Juegos Olímpicos. Ambas frecuentábamos el centro de prensa español, compartíamos alguna cena con compañeros Desde entonces, hemos vuelto a vernos sólo cuando la vida hace que nos crucemos. Cuando estaba de corresponsal en Nueva York, Guillermo de Mulder, amigo mío, era su ayudante. Yo iba a buscarle a la oficina de TVE y por allí estaba Rosa María Calaf, en perfecto dominio de cuanto se pusiera por delante. Asocio su pelo y su rostro, como en un primer plano televisivo, a la Quinta Avenida o a la Madison. Mujer de calles grandes, de horizontes amplios.
Y de países. Nos reencontramos hace años en Buenos Aires. Siempre me ha fascinado la facilidad con que se adapta a los ambientes sin dejar de ser ella misma. Es lo que le ocurre con su trabajo. Pasan cretinos y cretinas por la pequeña pantalla, pública o privada, pero cuando aparece Rosa te das cuenta de que ahí hay una señora. No sólo una dama del periodismo, que lo es, sino una mujer de temple. Todo eso está ahí, en su trabajo. El escepticismo y el entusiasmo. Las ganas de contar, la valoración de las historias. Es, ya lo digo, un verdadero placer disfrutar de una joya del oficio. Pertenece a la era anterior a la basura, como es natural. Pero es de hoy, por encima de todo. Por eso cuenta China, mientras los otros cuentan la burbuja deportiva, que es una especie de monstruo ambulante que cada cuatro años ofrece más de lo mismo en otro lugar.
Con Rosa pasa, en relación con los periodistas, como con los viajeros. Los reporteros de raza -y más en el campo de la televisión- son los que tienen el don de transmitir lo que han visto, lo que han filmado, comunicándote al mismo tiempo que hay mucho más por ver y conocer, despertándote el ansia de saber más. Con los viajeros ocurre lo mismo. Cuánta gente viaja hoy día por el simple interés de desplazarse, igual que entra en los museos porque se han puesto de moda y se supone que eso es lo que tenemos que hacer. Cuando esas personas regresan, no cuentan nada, nada en absoluto. El que viaja bien, cuando vuelve a casa, ofrece lo que ha aprendido y lo que sabe que le queda por entender. P
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