Cataluña y Extremadura: emociones y razones
El Estado español de las Autonomías que ahora cumple 30 años ha sido y puede seguir siendo modélico para el mundo, a pesar de recurrentes y encarnizados debates como el personalizado estos días en el concejal Lluís Suñé. Los españoles hemos demostrado que nos une más de lo que nos separa. Que sabemos organizar nuestra convivencia de intereses e ideas, incluso en etapas de crisis económica como la presente. Que debemos encauzar razones y emociones, para que también en el futuro predominen las primeras al realizar los necesarios cambios financieros, políticos, culturales y tecnológicos.
Nací en Trujillo y he vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, donde he disfrutado y disfruto de excelentes amistades catalanas, lo mismo que vascas, navarras, canarias, gallegas o de otras regiones. Esa experiencia personal la ratifica mi paso por consejos y negocios de variada cuna, pero que como la inmensa mayoría de los realizados en España se aprovechan de la integración de su mercado y de su Estado.
El artificio estadístico de las balanzas fiscales, frente a lo pretendido por Suñé, no demuestra nada
En España la descentralización autonómica y europea, así como el Estado de Bienestar y la modernización e internacionalización empresarial, han funcionado razonablemente bien, gracias a los previstos mecanismos de cohesión económica y social, así como de solidaridad interterritorial, sin necesidad de que nadie apadrine niños extremeños o de otra autonomía. Quizá hoy necesiten retoques y actualización para funcionar todavía mejor y dar mayores satisfacciones a los más. Quizá debamos pensar más en serio una reforma constitucional y hasta de la Ley Electoral que, además de restablecer la sustancia del Estado, organicen mejor la solidaridad y otros objetivos de la Constitución del 78. Pero todo eso requiere diálogo con respeto mutuo y una financiación adecuada para Cataluña y otras comunidades.
Ya fuimos capaces de realizar proezas mayores en momentos aún más difíciles. Entonces, en tiempos del recordado Fernando Abril Martorell, mano derecha de Adolfo Suárez, demostramos que para que cada pueblo o comunidad realice sus deseos hay que organizar sobre bases racionales y no pasionales el consenso de intereses e ideas, mostrando sólo miedo al miedo. Para repetir esa hazaña de los constitucionalistas del 78, ahora que los problemas comparativos son menos y mucho menores, en España tenemos los instrumentos adecuados y hemos dado ejemplo de saber gestionarlos en los pasados 30 años. En esas tres décadas hemos pasado de ser uno de los países más centralizados del mundo a uno de los más descentralizados, tanto hacia dentro (las comunidades autónomas) como hacia fuera (la Unión Europea, donde trabajan a favor de España apellidos tan catalanes como los de Borrell en el Parlamento o Tarradellas en Energía). Además, entre la década de los sesenta y la actual hemos pasado de ser un país subdesarrollado a situarnos entre la octava y décimo segunda potencia mundial, según el indicador que utilicemos.
En esa tarea, la racionalidad aconseja tratar uno a uno cada problema, aunque sólo cuando sea necesario y podamos darle soluciones con los medios apropiados, que los tenemos o sabremos encontrarlos. El debate subyacente tras el caso Suñé se refiere exclusivamente a la financiación autonómica, aunque los pescadores en río revuelto le sumen otros como la constitucionalidad del estatuto catalán y aprovechen la coyuntura para jalear diferencias latentes en torno al uso de las lenguas e incluso ahora la crisis económica o hasta la reforma de la Constitución y de la Ley Electoral, aun a sabiendas de que para ello se requiere el apoyo de dos tercios del Congreso y del Senado y un referéndum.
Utilizar como prueba argumental en ese debate el artificio estadístico de las desacreditadas balanzas fiscales, que frente a lo pretendido por Suñé no demuestran nada, hace un flaco favor a su luego declarado propósito de contestar a "las voces anticatalanas que siguen apreciando que los catalanes son insolidarios". Sólo demuestran que toda estadística, convenientemente torturada, acaba por confesar, como gusta repetir un amigo. Porque quienes tributan y reciben servicios no son las autonomías o territorios, sino las personas (físicas o jurídicas); es decir, los contribuyentes y los ciudadanos que residen en cada comunidad, incluidos los extremeños que en su día emigraron y cuyas familias o descendientes son ahora vecinos del señor Suñé.
Sería absurdo que los dos millones y medio de emigrantes extranjeros que hoy pagan impuestos en toda España, siendo incluidos por cierto en la balaza de su autonomía, reclamaran a Hacienda que les devuelva sus impuestos porque aportan más de lo que reciben. También juzgaríamos irrazonable que lo hicieran los propietarios de empresas domiciliadas en una comunidad pero que operan en otras muchas. Mucho más ilógico es que alguien pretenda hacerlo para territorios que por mandato constitucional deben seguir principios como los de equidad, solidaridad o suficiencia.
Manuel Delgado Solís es abogado
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.