La confianza no se pinta
De las muchas definiciones que se han dado de la política, una de las más acertadas la describe como el arte de manejar lo imprevisto, lo que implica todo un desafío para quienes se dedican a ella, porque su máxima aspiración (humano anhelo) suele ser la contraria, que las circunstancias se adapten a los planes ideados. Una gran parte de los problemas de los dirigentes políticos, quizás los mayores, no provienen de los embrollos con que la realidad quiebra la planificación hecha, sino de su incapacidad para adaptarse y responder adecuadamente a las nuevas coordenadas. Rodríguez Zapatero está experimentando en primera persona esta vieja ley con la crisis económica que se ha resistido a aceptar. Una resistencia que se ha llevado por delante buena parte de los depósitos de credibilidad que había acumulado hasta ahora.
La opinión pública, sobre todo cuando está bien informada, sabe aproximadamente lo que puede y no puede hacer un gobernante cuando sobrevienen turbulencias de gran intensidad, que en el caso de una crisis de origen externo y dimensión planetaria es más bien poco: cuidados paliativos y medidas de acompañamiento. Sin embargo, no suele perdonar cuando considera que se le está edulcorando la realidad de forma interesada en aquellos momentos en los que demanda de sus dirigentes no son tanto soluciones como confianza. Lo que penalizan los ciudadanos no es que surjan problemas, sino la forma en que se reacciona frente a ellos, y más la manipulación intuida que la torpeza.
Se sabe que tratar de ocultar o dulcificar el problema es la peor respuesta posible. Los ejemplos se acumulan ya en nuestra breve andadura democrática. Aun así, los políticos caen una y otra vez en el mismo error, como si necesitaran experimentar por sí mismos el enunciado de esa ley esculpida en piedra. La comprobó en sus estertores la UCD de Adolfo Suárez cuando en 1981 trató de limitar el mayor episodio de intoxicación alimentaria sufrido en Europa, con centenares de muertos y miles de afectados, achacándolo a las travesuras de "un bichito tan pequeño que si se cae de esta mesa se mata", según definió inicialmente el caso de la colza el entonces ministro de Sanidad y Consumo, Jesús Sancho Rof. Sin retroceder tanto, el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, conoce las consecuencias de haber tratado de minimizar a "unos hilillos de plastilina" el reguero de fuel que se escapaba del casco hundido del Prestige y que iba a dar lugar a la peor marea negra conocida en nuestras costas. Pero un naufragio catastrófico no podía emborronar la imagen del "España va bien" que había decretado José María Aznar.
El lehendakari Ibarretxe ha experimentado de forma diferente la política tentación de no permitir que la realidad te estropee la acuarela que has pintado de ella. No obstante, no ha sido su empeño en buscar un estatus que satisfaga exclusivamente a los nacionalistas lo que ha hecho que la otra parte de la sociedad vasca haya dejado de sentirse representada por su lehendakari. La causa es anterior y más profunda: la resistencia a admitir que la violencia de ETA altera para quienes la padecen el cuadro idílico que en otros aspectos proyecta el País Vasco y que condiciona, mientras permanezca, aspiraciones que en otras circunstancias sería perfectamente legítimo plantear. O, si se prefiere, la insensibilidad de enfatizar la apreciación en gran medida cierta de que "aquí, en el País Vasco, se vive muy bien" ante quienes malviven, como hizo en 2000 junto a la cama del ex consejero de Justicia socialista José Ramón Recalde, que acababa de salvarse de milagro del disparo que le descerrajó en la cara un terrorista.
Pese a su promesa de haber tomado nota eterna del "no nos falles Zapatero", el presidente del Gobierno también ha sucumbido a la maldición de esa realidad que se resiste a parecerse al cuadro pintado, mediante el inútil ejercicio de intentar detener con eufemismos procesos incontrolables con los resortes que tienen actualmente los gobiernos. No son juegos de palabras lo que esperan los ciudadanos que han comenzado a experimentar lo que el presidente del Gobierno definió como "dificultades económicas serias" con tal de no utilizar la palabra crisis.
El pecado de la vanidad del gobernante al atribuirse impropiamente los méritos de un largo ciclo de bonanza económica a escala mundial conlleva la penitencia de cargar con una responsabilidad que no le corresponde cuando la situación se tuerce, los indicadores se derrumban y las otrora vacas gordas enflaquecen y dejan de dar leche. En esos momentos en los que se quiebran las condiciones de vida de muchos ciudadanos y se nublan las expectativas de futuro de otros tantos, la sociedad no demanda a sus dirigentes lo que sabe que no pueden proporcionarle. Se conforma con que atiendan a los más desprotegidos y den confianza al resto de que las dificultades van a ser superadas. El problema es que la confianza se tiene o no se tiene, se gana y se pierde. Pero no se pinta.
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