Poner el museo a trabajar
Desde que Thomas Hobbes escribió drásticamente que "el valor del ser humano está en su precio", la cuestión del valor adecuado de un trabajador se cierne sobre la economía capitalista, que en las tres últimas décadas lo ha sabido exportar al entorno cultural. Poner el museo a trabajar ha sido la última y más sofisticada perversión hobbeana. Y como no podía ser menos -cuestión de clase-, estos equipamientos reivindican, como cualquier trabajador, un salario digno para vivir, o siendo más precisos, ponen como condición ser vestidos con un diseño impactante que lleve la firma de un arquitecto estrella, grandes inversiones públicas y seguridad de estar dotados de una colección de arte única.
Utilizar la cultura para reactivar la economía es propio de democracias muy precarias
El Museo Guggenheim ha sido el primero -y no será el último- en regular los salarios y las condiciones de vida de los nuevos "trabajadores" en la aldea global de la cultura: liberó de su condición nobiliaria al museo de la Gran Manzana y lo convirtió en un obrero con un papel económico claro, capaz de trabajar, consumir -grandes masas de público-, ahorrar y hasta ser portador de cultura, incluso hacerse empresario ocasional. En esta condición utilitarista le siguió el Guggenheim-Bilbao, y la fórmula reportó tantos beneficios a gobiernos y a privados que enseguida desató una feroz demanda de otros museos, como el Louvre de París. Durante los noventa, el Guggenheim se convirtió en una marca propia, capaz de vender a empresas y gobiernos.
Abu Dhabi, capital de los Emiratos Árabes, proyecta para 2012 una isla de fantasía de sujeción turística donde están implicados Thomas Krens y Frank O. Gehry. En La sociedad del espectáculo (1967), Guy Debord definía el espectáculo como "capital acumulado hasta el punto de convertirse en una imagen". Con las franquicias del Guggenheim, la inversa es también válida; el espectáculo es "una imagen acumulada hasta el punto de convertirse en capital".
La Diputación de Vizcaya acaba de anunciar la próxima construcción de la ampliación del Guggenheim-Bilbao en Urdaibai, una zona que es reserva de la biosfera, para "hacer frente al momento de desaceleración económica" actual. El nuevo complejo, del que sí sabemos que no será un almacén para depositar cuadros, participará en la "revitalización" empresarial de la provincia, o lo que es lo mismo, en su conversión en un lugar de espectáculo y su expansión global hasta abrumar a turistas de todo el mundo. Utilizar la cultura para reactivar la economía es propio de democracias muy precarias. Las más solventes han optado por el capital de las ideas. Éste último será el que abra la fisura entre una sociedad responsable y otra atomizada, des-capitalizada, en el Superestado de hoy.
El Guggenheim-Bilbao marcó un antes y un después en la historia social del arte. Fue un clamoroso éxito político, pero un triste fracaso cultural. Sabíamos que cada megaurbe del globo terráqueo quería un Guggenheim; ahora también estamos seguros de que, incluso las que lo tienen, desean doblar sus réditos. Cualquiera que sea la finalidad del nuevo equipamiento, se hace imprescindible pensar en una reacción por parte de la sociedad civil. Los vascos, de clara expresión colectiva y tan ligados a su entorno natural, harían bien en adelantarse a pensar en los efectos simbólicos que traerá la nueva pragmática de sus instituciones más próximas y plantear alternativas menos artificiales.
Si realmente hay que poner el museo a trabajar, que sea con un sentido que no niegue, ignore u oculte el capital intelectual de una sociedad. La idea de ampliar el museo de Bilbao a un entorno que lo vincule al respeto al medio ambiente debería poder plasmarse en un centro que tuviera más que ver con la escultura pública y con potenciar los trabajos site specific. Las crisis económicas, desaceleraciones o como estén de moda ahora en llamarse, se combaten con ideas y entusiasmo, que por sí mismas son tan poderosas como la capacidad de las personas para actuar o lograr plasmar sus deseos por la vía colectiva. Urdaibai no es Dubai.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.