Una capital del Eje
Durante años habría jurado haber visto un águila nazi de piedra, incrustada en la fachada de la antigua Radio España, sobre el café Moka de La Rambla. Aunque jamás existió tal cosa, esa imagen bastarda era tan nítida que pasó a engrosar mis recuerdos de la ciudad de la década de 1960. No obstante, alucinaciones aparte, sí existió una ciudad sometida a símbolos similares.
Desde su inicio, el fascismo español había hecho gala de una adhesión sin fisuras a los dictadores de Alemania e Italia, aprecio que fue muy visible en los primeros años de la posguerra. Sólo habían pasado cuatro meses desde la ocupación de Barcelona -en 1939- cuando el cine Savoy estrenaba El flecha Quex, película propagandística de las Juventudes Hitlerianas. Y poco después, el puerto se engalanaba pomposamente para recibir al conde Ciano, yerno y ministrísimo de Mussolini. Aunque decoración tan bizarra sólo fue un aperitivo para la orgía de esvásticas que se vivió en La Rambla -en octubre de 1940-, con la visita del jefe de las SS, Heinrich Himmler. El jerarca nazi visitó el Pueblo Español de Montjuïc, fue aclamado desde un balcón del hotel Ritz y cenó en el ayuntamiento, con la Guardia Urbana rindiéndole honores. Tanto entusiasmo también encontró lugar en el callejero. A las dos avenidas de Roma y Berlín se les añadieron las calles del Berlinés y de Tokio (no confundir con la actual, que data de 1955). A su vez, en Montjuïc apareció la avenida de la División Azul, y en la Diagonal se inauguró un monolito dedicado a la Legión Cóndor.
En aquellos días, la presencia de la comunidad germana era muy notoria. Guardaba su dinero en el Banco de Alemania de la plaza de Catalunya. Llevaba a sus hijos al Colegio Alemán de la calle de Moià, donde se celebraba el cumpleaños de Hitler cada mes de abril. Y organizaba actos del partido en el cine Victoria, en el Palau de la Música y en la Escuela Industrial, donde la sección local de las Juventudes Hitlerianas llegó a ofrecer una demostración deportiva. Los ciudadanos del III Reich frecuentaban los Almacenes Alemanes, de la calle de Pelayo. Libros y revistas -como Signal y Deutsche Warte- podían adquirirlas en la Casa Alemana de la calle de Aragón, o en la Librería Alemana de la Rambla de Catalunya. Para comer preferían el restaurante Otto Lutz, en la calle de Mallorca. Se tomaban sus copas en la terraza del Sandor, todavía en pie, en la plaza de Calvo Sotelo -¡perdón, de Francesc Macià!-. Y de noche, locales como La jungla y el Cádiz, en la calle de Santa Mónica, permitían trasnochar a los numerosos espías que pululaban por la ciudad; una vasta red dirigida por el cónsul Ressenberg y por el jefe de la Gestapo barcelonesa -Ernst Hammes-, que llegaron a montar una emisora clandestina en la Bonanova y un puerto de aprovisionamiento de submarinos en El Prat del Llobregat.
Hasta que, un buen día, la prensa dejó de dar noticias del führer. El régimen comenzaba a sentir muy poco entusiasmo por la causa germana. En un vano intento por recuperar la relación, Hitler le regaló un elefante a Barcelona, ganado al póquer por el mariscal Rommel a un general italiano. Aunque en 1944, el famélico animal -de nombre Perla- llegó a nuestra ciudad huyendo de los bombardeos sobre Berlín. Las fuerzas del Eje se desvanecían ante la ofensiva aliada, mientras Franco disimulaba sus filias y recordaba al mundo su supuesta neutralidad. Era mucho lo que ahora tenía que ocultar, aunque tampoco se dio mucha prisa. En 1945, la calle de Tokio pasó a llamarse de Manila y los Almacenes Alemanes se convirtieron en Almacenes Capitol, para desaparecer en 1980. El mismo año que, finalmente, fue retirado el monolito dedicado a la Legión Cóndor.
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