Pasado y desperdicio
En Requiem for a nun, la secuela de Santuario (1931) que Faulkner publicó 20 años después, el abogado Gowan Stevens pronuncia una frase que, en cierto modo, resume la idea que el autor tenía del Sur: "El pasado nunca está muerto. Ni tan siquiera ha pasado". La he recordado a menudo durante la pasada legislatura a propósito del bronco, ideologizado y frustrante debate sobre la "memoria histórica", pero lo cierto es que podría aplicarse a muy diversos asuntos, y no todos necesariamente negativos.
El que se refiere a la consideración que nos merecen nuestros grandes hombres y mujeres del pasado, por ejemplo. Hace tiempo que sabemos que los cambios en los paradigmas con el que los historiadores se acercan a su disciplina, dependen extraordinariamente del Zeitgeist de la época en que escriben: no es casual, por ejemplo, que, tras el agotamiento del positivismo y el historicismo, la primera escuela de los Annales, que enfatizaba el peso de la economía y la sociedad frente a la historia política y evenementielle, se desarrollara bajo el impacto de la Gran Depresión. O que el concepto de "crisis", fundamental en la historiografía estructuralista y tardomarxista, sea deudor de la propia situación cultural y energética padecida en Occidente durante los sesenta-setenta.
Que en nuestras ciudades falten tantas placas conmemorativas es una auténtica vergüenza
Ahora, pasada la época de "la muerte del sujeto" y de los cliómetras compulsivos, casi nadie pone en duda (hasta nuevo paradigma) la importancia del papel del individuo en la Historia. En la grande y en la pequeña, en la universal y en la local, en la política o en el pensamiento y la creación de sus tiempos respectivos. Que esos hombres y mujeres merecen recuerdo y consideración, que su presencia entre nosotros debe ser estimulada y el conocimiento de sus acciones, creaciones o descubrimientos, fomentado, resulta hoy más evidente que nunca. Y para ello son (también) necesarios gestos y símbolos públicos.
El respeto a los personajes relevantes del pasado, que contribuyeron con sus obras (políticas, científicas, artísticas, literarias, intelectuales) a nuestra herencia, habla en favor de la educación democrática y la cultura de muchos países. En España, y por razones complejas, ese culto es particularmente raquítico o depende de iniciativas muy restringidas y realizadas con criterios particulares o espurios. Adosadas a ciertos edificios de nuestras ciudades se pueden leer algunas lápidas conmemorativas de personalidades que allí vivieron, pero no existe nada semejante a ese sistemático y consensuado reconocimiento que simbolizan las características blue plaques con que la English Heritage, una institución semejante, mutatis mutandis, a nuestras Agencias estatales, honra a las figuras del pasado en el mismo lugar en que vivieron o desarrollaron aspectos significativos de su labor. Los requisitos para seleccionarlos -además del riguroso consenso de la comisión independiente designada para juzgar las propuestas de los ciudadanos- son que el personaje haya muerto hace más de 20 años (o se haya cumplido el centenario de su nacimiento) y que todavía exista el edificio en el que vivieron o contribuyeron a la "felicidad y bienestar" de sus conciudadanos. Y eso vale tanto para los notables nacionales como para los extranjeros que allí residieron: Van Gogh, Karl Popper, De Gaulle o Jimi Hendrix cuentan con placa oficial en Londres.
Se me ocurre que algo semejante podría ser llevado a cabo entre nosotros a partir de la cooperación de entidades privadas y públicas, y mediante el consenso logrado por jurados de calidad. En lo que respecta a los escritores, por ejemplo, el Gremio de Editores de España, en el que se hallan representados los gremios autonómicos, podría contribuir, junto con la Sociedad de Autores y otras instituciones implicadas, a que los respectivos ayuntamientos coloquen recordatorios en los lugares donde residieron los grandes autores (antiguos y modernos). Que en nuestras ciudades -empezando por Madrid o Barcelona-, falten tantas placas que los conmemoren es una auténtica vergüenza. Y, además, un desperdicio.