El anacronismo de la selectividad
Al igual que las hogueras de San Juan y el solsticio de verano, ese dinosaurio académico denominado selectividad se ha convertido en un visitante asiduo de los meses de junio, para temor de los estudiantes e inquietud de sus padres. En una época en que se nos habla del Proceso de Bolonia, de pasar de la enseñanza al aprendizaje y de la adquisición de competencias mediante tareas cooperativas, llama la atención la perdurabilidad de este examen que nos retrotrae al antiguo Preu y sus reválidas. Y es que la selectividad ha sobrevivido a todo: al antiguo Bachillerato, al BUP, a la ESO, a las reformas educativas, a la Transición, al primer PSOE, al PP, al segundo PSOE..., y aquí sigue entre nosotros, por más que la ministra Cabrera haya anunciado su reforma para el 2010.
La prueba parece más cercana a 'El Florido Pensil' que a un proceso de renovación pedagógica
En teoría, una prueba de estas características tiene dos objetivos fundamentales. Por un lado, comprobar que los alumnos del bachillerato han adquirido los conocimientos considerados por el ministerio como fundamentales antes de acceder a la Universidad. En segundo lugar, se trataría de someter el expediente del alumno a una especie de auditoría externa para ver si el posible brillo del mismo es auténtico o ha sido lustrado artificialmente en determinados centros educativos. En la práctica, habida cuenta de que sólo se pide un 4 de media para superar el examen y de que éste es, habitualmente, aprobado por más de un 90% del alumnado, la verdadera función de la Selectividad es establecer el ranking final de acceso para las carreras en las que se pide una alta calificación de admisión.
Sin embargo, la época dorada del baby boom pasó hace tiempo y, según informaba el pasado jueves este periódico, "ya sólo hay 10 carreras (de 124) a las que no se puede acceder, en algún lugar de España, con un aprobado justo". ¿Cuál es entonces el motivo de someter a miles de estudiantes al calvario -rayando la tortura psicológica- de tener que afrontar siete ejercicios en dos mañanas y dos tardes? ¿No sería más lógico plantear una especie de examen de entrada, cuya nota se ponderaría con la lograda en el bachillerato, únicamente en aquellos centros donde la demanda sea muy superior a la oferta? Cabe recordar, a este respecto, los serios problemas de escasez de alumnos que afectan a algunos estudios de la UPV, tanto en el ámbito de las ciencias experimentales como en el de las sociales y las humanidades.
Pero es que, además, la selectividad de este año en el País Vasco ha bordeado el esperpento, con la opción de poder repetir a última hora la prueba de Historia y Filosofía, a la que los estudiantes tenían la posibilidad de acudir, ver las nuevas preguntas y decidir entonces si realizaban un nuevo examen o preferían quedarse con el ya entregado dos días antes. Lo peor de todo es que algunas asignaturas de bachillerato parecen más enfocadas a la simple superación de esta prueba que a la verdadera formación de los alumnos. El sistema de opciones excluyentes ligadas a periodos cronológicos concretos en Historia, o de parejas de autores en Filosofía hace que en, en la práctica, sea suficiente con preparar a fondo la mitad del temario para afrontar la Selectividad con plenas garantías.
Todo ello ahonda en la anacronía de una prueba que, a menudo, parece más cercana a las páginas de El Florido Pensil que a un proceso de renovación pedagógica a fondo, como el que, al menos sobre el papel, está abordando España a raíz de la creación del Espacio Europeo de Educación Superior.
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