¡Sálvese quien pueda!
Cuando alguien se atreve a defender en público el mercado libre, y una vez la audiencia se sobrepone al horror de escuchar tal herejía, se imponen dos conclusiones: primera, que el defensor del mercado es un desalmado; segunda, que tiene muchísimo más dinero que sus paupérrimos oyentes.
Y es que uno de los anatemas principales que recaen sobre el mercado es su crueldad. Al mercado, dicen, lo guía el egoísmo. En él todo el mundo va a lo suyo. Es la ley de la selva. El prejuicio afirma, del mismo modo, que el sector público es un jardín donde florece la solidaridad y donde los seres humanos, guiados por filántropos electos, se ayudan unos a otros, en una prefiguración del paraíso terrenal.
El Estado se atribuye funciones cada vez más peregrinas, pero descuida las principales
Bien, eso es mentira. En ningún lugar como en el mercado las relaciones son tan pacíficas. Todo intercambio en libertad exige confianza mutua, estabilidad social y ausencia de violencia. En las tiendas, las relaciones son voluntarias, cosa que no podemos decir de una oficina de Hacienda. Al contrario de lo que ocurre con los impuestos, donde las exacciones son coactivas, en el mercado sólo hay un modo de conseguir dinero de la gente: ganándose su confianza y ofreciendo algo que le interese. Llamar a eso ley de la selva es olvidar que en la selva no hay contratos.
Donde prevalece la inhumana consigna del sálvese quien pueda es en el asalto a las arcas públicas por parte de grupos organizados de interés. Ahí se produce una selvática carrera en pos del interés particular, sin acuerdos voluntarios ni beneficios recíprocos. Y en momentos de crisis como el que ahora vivimos aumentan las acciones de saqueo y depredación de los recursos públicos, donde unos desvalijan y otros son desvalijados.
En tiempo de crisis se movilizan sectores empresariales (constructores, transportistas, agricultores, pescadores) que buscan apropiarse del dinero de los demás, y lo hacen con impunidad y, en algunos casos, con violencia. Basta que suba el precio de sus costes (por ejemplo, el gasóleo) o que baje el precio de su producto (por ejemplo, la vivienda) para que presionen al Gobierno en busca de medidas económicas o administrativas que rompan la igualdad ante la ley. Ni siquiera guardan las formas, pidiendo, por ejemplo, que baje el precio del carburante para todos, sino que exigen que baje el precio de "su" carburante. Qué importan los demás.
Es absurdo declarar que en el mercado rige el sálvese quien pueda: el mercado está lleno de fabricantes de salvavidas y extintores. Pero en el sector público, donde nada se compra ni se vende, rige la depredación del bien ajeno, y ahí no tienen salvación los que no pertenecen a algún colectivo capaz de intimidar a los gobiernos. Esto no quiere decir que en el mercado las cosas sean maravillosas: en el mercado hay mucha gente dispuesta a engañar. Pero para eso existe el poder público: para constituirse en garante de los derechos de la gente. Y lo grotesco es que donde el Estado sí está obligado a actuar no sabe hacerlo con una mínima eficacia.
El Estado se atribuye funciones cada vez más peregrinas (a veces completamente estúpidas), pero descuida las principales. Y es que para ley de la selva no ya el asalto a las arcas públicas, sino la completa indefensión en que se encuentran desde mujeres maltratadas a contratantes estafados, a cuenta de la manifiesta ineptitud del poder público para garantizar los derechos civiles. Si hay ley de la selva es porque el poder ha renunciado a ordenar una convivencia libre, justa y pacífica. Que nos distraiga repartiendo subvenciones es la deriva narcótica de un fracaso colectivo.
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