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Columna
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En la barbería del Chiado

Enrique Vila-Matas

Es probable que toda la literatura de la edad moderna comenzara en el instante en que Montaigne inventó el ensayo, en el momento en que afirmó que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Desde que empezamos a "buscarnos a nosotros mismos", se puso en marcha una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la famosa carta ficticia en la que Hofmannsthal, en nombre de lord Chandos, renunciaba a la escritura antecedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto indisoluble, compacto y perfectamente perfilado.

Paradójicamente, donde menos asoma la heteronimia en Pessoa es en Libro del desasosiego, el diario personal de Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros de contabilidad de la ciudad de Lisboa, autor ficticio del libro y heterónimo a medias solamente, porque, como decía el propio Pessoa, "no siendo mía la personalidad, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella". Pessoa era Soares, y en cualquier caso era siempre el que entraba en la barbería del Chiado de la manera habitual, con la tranquilidad de hallarse en un lugar familiar, es decir, el que entraba con la calma que sólo obtenía de pisar lugares conocidos: "Tengo calma sólo donde ya he estado". Y era el mismo que, ya dentro de la barbería, hasta las cosas familiares las percibía con la extrañeza y vértigo de Soares, para quien el terror de la velocidad no necesitaba trenes expresos y, además, después escribía lo que había pensado en la barbería. Soares perdía la calma si se iba Pessoa, y Pessoa era el que, al salir Soares a las calles lentas del barrio, se recuperaba de sí mismo, y decía que amaba la calma del mundo. Y la gloria nocturna, decía Soares, de ser grande no siendo nada.

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