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Hoja de ruta

El término "hoja de ruta" es ya una locución maldita desde que el lehendakari Ibarretxe la ha usado para referirse a su quimérico proyecto, que pretende culminar con una consulta a los vascos en torno al derecho a decidir. Recientemente, cuando se discutía en las Juntas Generales de Vizcaya un asunto relativo al tratamiento de la Infancia, que incluye un Plan de Actuación que durará tres años, el diputado nacionalista que lo estaba explicando nombró la fatídica locución e, inmediatamente, se retrajo con un "prefiero no usar este término". Yo le rebatí utilizando el término porque se trata de algo noble que ha quedado en entredicho cuando ha sido usado por los políticos y, en concreto, por el lehendakari.

"Sus preguntas son una provocación innecesaria propia de un aventurero"

La hoja de ruta sólo es el documento en que un jefe de estación hace constar las mercancías que transporta un tren, así como los nombres de las personas que los han de recibir, el punto de destino y algunos otros pormenores que resulten necesarios. Con absoluta naturalidad, el jefe de estación entrega el documento al factor responsable del convoy para que lo administre tras el pitido que anuncia el viaje del tren, al que el jefe de estación ve alejarse desde el andén. Por tanto, nada es tan noble como tramitar la hoja de ruta siguiendo las leyes y reglas destinadas a los ferrocarriles.

En el caso de nuestro lehendakari, que ya ha elaborado y presentado en sociedad su hoja de ruta, él ejerce de jefe de estación, de factor, de conductor de la máquina y de redactor del documento, solamente aliviado por la condescendencia servil de sus auxiliares Azkarraga y Madrazo. Y siempre de espaldas a la legislación, cuya sumisión a ella es inevitable para cualquier gobernante honesto, como es la Constitución Española, de la que emana el Estatuto. Con estas premisas bien puede afirmarse que la hoja de ruta de Ibarretxe modifica los itinerarios, cambia las normas de funcionamiento y convierte a los pasajeros de su tren en sus rehenes, exigiéndoles decidir y posicionarse sobre asuntos que no desean.

Cuando ellos tomaron ese tren sabían a donde iban; por eso tomaron ese tren y no otro. Y, de pronto, sin que haya mediado ninguna vicisitud extraña que obligue a emergencias improvisadas, el jefe de estación toma todas las riendas y cambia itinerarios y normas; es decir, convierte el impreso de la hoja de ruta del tren en un catálogo de órdenes obedientes a sus caprichos.

Sí, sus caprichos, porque sólo el quiere realmente consumar lo que propone. Ni el cincuenta por ciento de vascos no nacionalistas, ni las minorías independentistas, ni los nacionalistas moderados -unos por aversión a los fines pretendidos, otros por su corto alcance y otros por la inoportunidad- quieren esa hoja de ruta que responde a un antojo suyo.

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Por si fuera poco, los pasajeros de ese tren viven atribulados por la maldad de una minoría de asesinos bandoleros que hacen volar los trenes y extorsionan a sus pasajeros con la única finalidad de adueñarse del tren y domeñar a los viajeros. Pues bien, al lehendakari se le ha ocurrido hacer una consulta a los pasajeros para que digan adónde hay que ir; en suma, les invita a cambiar un itinerario que es imposible cambiar, porque las estaciones (puntos concretos), las vías (recorridos concretos) y los servicios ya estaban fijados antes de emprender la travesía, mediante la forma más estable posible, como es la aprobación de dos leyes (Constitución y Estatuto) que fueron refrendadas en solemne consulta por todos los posibles pasajeros del tren, que no son otros que todos los vascos y vascas.

Ibarretxe se vuelve a equivocar con su propuesta. Sus preguntas no resuelven nada, aunque no son inanes. Son una provocación innecesaria que parece propia de un aventurero con ansias de posteridad. En su altanería inconsciente ha optado por convertir a los pasajeros de su tren, que son todos los vascos (y también el resto de los españoles), en sus esclavos, y nadie cree que vaya a irse a casa "si la sociedad no respalda" su propuesta, como ya ha dicho. Ocurre a los altaneros que, cuando no son capaces de dominar las situaciones irracionales que ellos mismos provocan, se tornan soberbios y construyen frases altisonantes como la última del lehendakari: "No tengo miedo a preguntar ni a la respuesta de la sociedad". Esta está siendo la actitud de Ibarretxe, cuya hoja de ruta modifica los destinos sin contar con los derechos básicos de los pasajeros que subieron al tren sabiendo cuál era el viaje que emprendían.

Lo inevitable será cambiar el jefe de estación e impedirle conducir la locomotora para evitar que la incertidumbre impaciente en exceso al pasaje. Los vascos y las vascas no desean vivir en una aventura permanente, en un viaje al abismo que nos propone, porque hay razones suficientes (y suficientemente poderosas) para rechazar los delirios de un émulo de Sabino Arana que aún no se ha dado cuenta de que han pasado más de cien años desde que aquel diseñó su proyecto exclusivo y excluyente. Los vascos y las vascas reclaman paz, sentido común de sus gobernantes y cordura de sus dirigentes políticos. Debieran saberlo Ibarretxe y sus secuaces Azkarraga y Madrazo.

Josu Montalbán es diputado del PSE en el Congreso por Vizcaya.

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