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Entrevista:JOSÉ SOTO CEPAS | Portavoz de los ex trabajadores y viudas de la FUA

"Lo enterraron todo, hasta los árboles"

Ginés Donaire

José Soto Cepas representa a un colectivo de 79 personas entre ex trabajadores, viudas e hijos de antiguos empleados ya fallecidos de la Fábrica de Uranio de Andújar (FUA). Un colectivo que, según sus propias palabras, ha recibido "un jarro de agua hirviendo" tras las resoluciones del Instituto Nacional de la Seguridad Social y del Ciemat denegando el reconocimiento de enfermedad profesional y la indemnización para todos ellos, que formaron parte de la plantilla de 126 operarios de la nuclear, como era conocida esta escombrera que permanece enterrada a las afueras de Andújar.

"Parecía que todo estaba hecho, con todo el mundo a favor y numerosos compromisos, sobre todo en época electoral, pero al final todo ha sido un fiasco", se lamentaba ayer Soto, de 68 años y que trabajó durante 22 en el departamento de control de la FUA, en todo el centro del proceso químico. A su juicio, la de Andújar fue la primera fábrica de ese tipo que se puso en marcha en España -trataba mineral de uranio para la obtención de concentrado de óxido de uranio con una pureza del 80% al 90%, que, posteriormente, se transportaba en bidones a Francia o Estados Unidos para su utilización en los reactores de las centrales nucleares- y eso jugó en su contra. "Está claro que aquello fue una experiencia y a nosotros nos utilizaron como conejillos de indias", subraya convencido Soto.

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"Apenas teníamos un mono de trabajo y unos guantes de goma, el polvo amarillo se metía entre los ojos, la boca y la nariz. Ni siquiera había un comedor en la fábrica, y los trabajadores tenían que comerse el bocadillo rodeados de cualquier elemento contaminante. Y cuando lo crearon se habilitó un antiguo almacén de bidones de uranio con el consiguiente riesgo que eso suponía", recuerda con amargura. Además, en los primeros años, la FUA no disponía de lavadoras, por lo que los trabajadores se lavaban la ropa de la fábrica en sus casas arrastrando materiales contaminantes. Según unos análisis de orina del año 1964, los empleados tenían en torno a 116 microgramos de uranio por litro, cuando el límite de seguridad estaba en 0,8 microgramos.

Pero los trabajadores no eran conscientes del peligro que corrían, pues el dosímetro personal que portaban cada uno de ellos siempre estaba defectuoso, según apuntan.

Así fue hasta que, una vez cerrada la fábrica, comprobaron cómo se enterró todo, desde las mesas y las sillas que ellos utilizaban hasta los árboles de los alrededores. "Ahí empezó nuestra desconfianza y eso fue lo que nos hizo movilizarnos", apunta Soto, que responde así a quienes se preguntan por qué los ex trabajadores tardaron tantos años en presentar las reclamaciones.

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Soto tiene claro también por qué el Gobierno no ha tenido en cuenta el informe de la Junta de Andalucía en el que se vincula la enfermedad de los trabajadores con su exposición al uranio. "Al final ha primado el criterio y el informe del Ciemat, que fue quien hizo el daño ¿por qué si no se enterró toda la fábrica?".

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