Diez años de rodaje
El Banco Central Europeo, asentado y creíble ya, debe preocuparse también del crecimiento
De las singularidades que incorporaba el diseño de la unificación monetaria de Europa, la creación de un banco central común era una de las más destacadas. El Banco Central Europeo (BCE) implicaba nada menos que la cesión de soberanía monetaria de los países de la Unión Monetaria Europea (UME) y la correspondiente sustitución de las divisas nacionales por el euro. A partir del 1 de enero de 1999, desde Francfort y con unos estatutos muy similares a los del Bundesbank, sería el responsable de formular la política monetaria para los entonces 11 Estados de la Unión. Los movimientos de los tipos de interés de referencia sólo responderían a la satisfacción de ese objetivo de estabilidad de precios.
Si hubiera que evaluar la ejecutoria del BCE únicamente por el grado de satisfacción de esa meta, precios estables, el veredicto de esta primera década sería muy favorable. En estos 10 años, la inflación media de las todavía bastante heterogéneas economías que componen la eurozona no ha estado muy alejada del fiel fundacional del 2%. Comparada con la de otros bloques económicos, la estabilidad ha sido mayor. La moneda al cuidado del BCE, el euro, que a muchos les pareció inviable en su momento -como recordaba ayer en una entrevista con EL PAÍS el presidente Jean-Claude Trichet-, ha atravesado esta etapa crucial con una intensa apreciación, consecuencia de esa mayor estabilidad de precios y de unos tipos de interés relativamente elevados. Su papel en los intercambios y en las finanzas mundiales es igualmente sobresaliente. Pero si en el balance se incorpora la contribución del BCE al crecimiento económico de la eurozona, el veredicto es diferente. La Unión Monetaria sigue siendo un bloque con un crecimiento débil y un elevado desempleo, a pesar de la elevada creación de puestos de trabajo recordada por Trichet a este periódico. Las razones no descansan sólo en la política monetaria, pero es un hecho que durante gran parte de esta década las condiciones medias de financiación -combinación de tipos de interés y tipos de cambio- han sido más estrictas que en otras economías avanzadas.
Esta despreocupación por el crecimiento o el desinterés aparente por la reciente crisis crediticia han llevado a cuestionar la simplicidad de su objetivo y el margen de autonomía de que dispone. No han sido únicamente políticos agraviados o en circunstancias electorales los que han reclamado más flexibilidad al BCE; también académicos respetables y empresarios. El debate sigue abierto hoy sobre su actitud hacia la crisis financiera. La flexibilidad que muestran sus colegas estadounidense o británico se reclama desde el continente, donde con sistemas bancarios más solventes podrían aparecer problemas más serios. Es ahora -cuando hay razones para celebrar el éxito de la Unión Monetaria y el asentamiento de la credibilidad del BCE- cuando sería aconsejable que el Banco fuera más permeable a ese debate sobre cómo contribuir mejor a aumentar el bienestar de los ciudadanos.
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