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Columna
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El despertar económico de Cenicienta

José María Ridao

Tras la inmobiliaria, se está cebando otra burbuja: la de una confianza económica que el Gobierno no acaba de aclarar en qué se apoya. O peor aún, que parece sustentar en un uso abusivo de los eufemismos para describir la situación. El celo con el que se evitan términos como "crisis" resulta tan evidente en las declaraciones oficiales que, al final, está produciendo el efecto contrario al que se busca. Por otra parte, los pronósticos sobre la mejora inminente de la economía están perdiendo credibilidad: algunos de ellos, como el de la próxima reactivación del crecimiento o el de la contención de la inflación que debería haberse producido en estas fechas, se están revelando demasiado optimistas, cuando no abiertamente infundados. Tanto, que si aún se siguen tomando por pronósticos y no por simple gesticulación es porque, ante realidades que nadie desea ver confirmadas, la credulidad suele aumentar al mismo ritmo que se deteriora la credibilidad.

Ante un panorama económico como el que empieza a perfilarse, las medidas que pueda adoptar un Gobierno son, sin duda, la decisión más importante, con la limitación de que es escasa la capacidad de un solo país para influir sobre factores externos como las consecuencias de las hipotecas basura en el sistema financiero mundial o las del alza sin precedentes del precio del petróleo. Pero junto a las medidas es necesario encontrar el discurso político que las acompañe, y que, en el caso de España, no puede seguir basándose en una mezcla de eufemismos cada vez más transparentes y pronósticos cada vez más improbables. Las declaraciones de un Gobierno, de éste o de cualquier otro, determinan en gran medida el comportamiento de los agentes económicos, desde las grandes empresas hasta los simples ciudadanos que deben decidir acerca de sus ahorros y sus gastos. Si esas declaraciones no encuentran el tono y el ángulo adecuado, si no reafirman el liderazgo del Gobierno en materia económica, corren el riesgo de convertirse en un factor negativo adicional.

La cuestión de encontrar un discurso político para enfrentarse a la situación económica no se limita, como pretende la oposición, a que el Gobierno hable con mayor o menor crudeza de lo que está pasando: la crudeza, sin más, puede desencadenar el pánico, y sólo una oposición irresponsable desearía llegar al poder en brazos de un severo deterioro económico. Pero tampoco es un asunto que pueda confiarse a los omnipresentes expertos en comunicación: ahora no se trata de provocar que los ciudadanos piensen o no piensen en elefantes de uno u otro color. Éstos y otros sucedáneos han podido tener éxito mientras Gobierno y oposición sólo jugaban en el terreno de la politique politiciènne, como ocurrió con tanta frecuencia durante la anterior legislatura. Pero ha terminado la hora del marketing y ha llegado la de gobernar.

Adoptar un discurso político ante la situación económica significa, entre otras cosas, insertar los datos que se están conociendo en una descripción verosímil de lo que sucede, que sirva a los agentes económicos, y en particular a los ciudadanos, para conocer sus opciones. Hasta ahora, parece como si los datos fueran por un lado y la descripción que realiza el Gobierno, por otro. No puede ser, por ejemplo, que la economía española se esté comportando peor que la europea en paro e inflación mientras que, al mismo tiempo, el Gobierno asegura que está mejor preparada para hacer frente a la "desaceleración" o al eufemismo que corresponda emplear. Tampoco tiene sentido invocar las altas tasas de crecimiento en el pasado cuando lo que hay que explicar es por qué están cayendo hoy más que las de nuestro entorno. Y menos aún seguir insistiendo en que se garantizarán las prestaciones sociales sin distinción, cuando algunas de ellas, precisamente las más electoralistas y menos sociales, son producto de recientes alegrías a cuenta del superávit y no es seguro que se deban ni que se puedan mantener. Entre otras cosas, porque nunca debían haberse establecido.

El final de la burbuja inmobiliaria, que desde 1998 todos los Gobiernos conocían y ninguno combatió, es responsable en gran medida del preocupante comportamiento de la economía española, sobre la que cada vez se ciernen nubes más cerradas. No tiene mucho sentido que, cuando el país empieza a desembarazarse del sueño del ladrillo y a advertir sus consecuencias, se comience a cebar otra burbuja: la burbuja de una confianza económica sin otra base que proclamar el optimismo. Será menos visible que la otra pero no menos real, y está igualmente condenada a provocar graves efectos. Si lo que se pretende a golpe de eufemismos y pronósticos es que el país afronte una crisis sin enterarse de que lo está haciendo, a la espera de inducir un letargo que, como el de Cenicienta, dure hasta que llegue otra vez el príncipe de la bonanza, puede que lo único que se esté propiciando sea un amargo despertar.

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