By, by, brother
"En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...".
Válame Dios que nada más empezar afloren disculpas, pues acontece que un inoportuno sopor, de esos que barruntan extrañas ensoñaciones, se ha adueñado de mis sentidos y creo que empieza a confiarme en brazos de Morfeo...
"El rugido de la venenosa muchedumbre en las graderías del Flagler, sacome de mi ensimismamiento al inicio de la sexta carrera. Obtenía yo así algún capital arrastrándome de canódromo en canódromo junto a mi fiel greyhound Sancho en tierras rendidas al Rey de España por Ponce de León y a las que, sin saber cómo ni por qué, he recalado, sobreviviendo a duras penas, pues apenas parloteo su proscrita jerigonza.
A falta de más compañía, he dado en llamar Sancho al famélico perro que me mantiene, pues el fiel animal se ha ganado cierta fama por su habilidad en ser the one en morder con avidez la liebre de trapo. Y como el hambre aguza su ingenio, doy fe de que roe las canillas de los otros canes antes de entrar al cajón de salida con el fin de esquilmar sus fuerzas. Antes de que fuese así, probé fortuna training jamelgos en los racetracks de Tallahassee, pues el nombre de Rocinante llamome poderosamente la atención al verlo anotado en las listas de bets del Miami Herald. Mas sucedió que acercándome al jockey para prestarle consejo de que mejor arrendara el penco; y como aconteciere que éste terminara last one la carrera, resolvió el esmirriado caballero endosarlo en renting a un picadero de Santa Rosa, en vez de sujetar altas las riendas para alargarle el trote, como correspondía. Tras este episodio, viendo que yo allí andaba de nones, hice mutis y recalé más al sur, junto a la costa.
Campan a sus anchas por ella los infieles en esta próspera y desconcertante corte, o paréceme a mí, pues en su mayoría son de oscura tez, si bien los he tratado de las más variopintas razas. Visten como estrambotes, sobre todo uno muy relamido, de nombre Clark Kent, que gustan de retratar portando un herreruelo rojo con calzas a tono, que le convierte en pájaro. No es ésta, en suma, la única locura que me tiene a duelo de esta disparatada gente, pues su cordialidad no puede ponerse en duda y andan rematando casi todas sus frases en brother, expresión que he deducido genera confianza y hermandad. De largo me afligen más los carros que transitan con gran ligereza por calles y highways movidos a saber por qué siniestros encantos, pues carecen de tiro de mulas alguno sin levantar polvareda. En mayor medida son conducidos por doncellas o damas, que aquí se miran de igual a igual y sin distinción con los hombres; y a su vez todos tienen igual trato cuando satisfacen a una corte invisible cuya nobleza ni quita ni pone rey, sino que son los súbditos, los brothers entiendo yo, los que eligen al regente. Bien es cierto que no siempre se mantienen todos en la misma linde, que ya en más de un lance invoqué al aguardador hasta el punto de tener que echar mano de las artes aprendidas en el Amadís, repartiendo algún que otro tapaboca para evitar un Lepanto. Pues algunos, con nombres imposibles de spelear, pertenecen a la ganga y andan garbeando y trapicheando errantes con filtros; que lejos de ser bálsamos de Fierabrás, se tornan apetites para los más infelices. A más de uno he tenido que tomarle la sangre por querer hacer moma en un dime de una perla de crack, pues dicen los dealers que no están los tiempos para chanzas. De mayor rigor fue la baza en la que intercediendo por mi brother Luther, al que unos disciplinantes de blanco capirote tomaron por homeless, tuve que ir a la mano; pues ante una Magnum la lanza en astillero se me hizo corta y acabé siendo introducido a empellones en el subway por Luther para salvar el trance. Allí es donde reparé sobre cuán exagerado y en desmedido beneficio es el yantar de este pueblo, que escatima en llenar de grocerías el freezer y se despacha a gusto con apenas un cheeseburger y frutas de sartén a modo de aros a los que hubieran sisado hábilmente el mismo corazón.
Andábame yo fuyendo de riñas y pendencias por más que me trasteasen la hidalguía, hasta un buen día en que me topé con un vizcaíno que da show en el Jai-Alai estrellando bolas como cantos contra una pared. Al final todo quedó en bravatas tomando tragos en la covachuela más pestilente y oscura que cristiano imaginarse pueda; donde una desacompasada cantinela de tambores, rabeles y escabuches nos atronó mientras quedábamos hechos uva. Acertó acaso en tantear otra posada a sólo dos cuadras de allí donde, bene quídem, una moza entrada en carnes, que más se me antojaba parecida a Teresa Cascajo que a la del Toboso, me chequeó el cash por un trabajo overtime mientras mi brother se trajinaba a una honey que más tenía pinta de eskipeada de la High School. Ay, si maese Pedro Pérez y mi buen barbero pudiesen verme, pues aunque conservo la golilla, he mudado hábitos y llevo gorra vuelta y camiseta de los Lakers para pasar inadvertido en los markets y el cinema, pues no alcanzo a dominar la técnica de ver movies en el VCR. Por lo demás, esta city donde los skyscrapers no son tan gigantes como los que cuentan de NY o LA, se me hace cada día más menguada; pues un hidalgo como yo no ha de quedarse ensimismado en tan limitada grandeza, sino que ha de aspirar a más.
Mañana, si la ventura me guía, confiaré mi fiel Sancho a Luther y, by, by, brother, tomaré un bus hasta Manhattan, pues, aun sumando leguas para cubrir una jornada, meréceme más confianza que esos inciertos charter, siendo como soy yo propenso a asentar los pies en la tierra.
Media noche era, por filo, poco más o menos, cuando llegué a la Gran Manzana, apodo que contrasta sobradamente por la escasez de arboleda y abundancia de altos muros. Deambulé sin rumbo mientras se me asentaba la bilis, en busca de esos castillos que yo adivino gigantes y que rozan, dicen, las mismísimas barbas del apóstol san Pedro. Cansado y hungry como estaba, me desplomé en un banco de Lafayette St., muy cerca de City Hall Park. Allí pernocté hasta clarear el día, que, si no recuerdo mal, era 11 de septiembre. Reflexionaba yo entre los lamentos de mis esquilmadas tripas sobre mi futuro en esta inmensa ínsula, cuando ¡válame God!, escuchose un fuerte estruendo que me devolvió a la razón. Levanté la vista y allí estaba, uno de los dos gigantes más ingentes y estilizados que mente aviesa hubiera imaginado, herido de muerte con aquel enorme boquete humeante en su pecho, sin poder divisar yo enemigo aparente. Creose gran caos y confusión por tan inesperada embestida, y yo quedé tan impactado y débil que reculé sobre el banco azotado por un ligero vahído. No habría transcurrido ni un santiamén cuando un segundo estampido me devolvió a la vida...".
Como bien habrán colegido, aquí fue donde me desperté de tamaño desvarío. Despabilado y ya más lúcido, rasgué el pliego previamente garabateado, y empuñando de nuevo la plumilla inicié de nuevo mi relato...
"In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un greyhound para el chase..." (*)
* Ian Stavans.
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