El fracaso de las metas de inflación
Los gobernadores de los bancos centrales del mundo son un club unido, muy dado a las modas y a las tendencias. A principios de la década de los ochenta, cayeron bajo el hechizo del monetarismo, una teoría económica simplista promovida por Milton Friedman. Después de que el monetarismo cayera en desgracia -para gran detrimento de aquellos países que habían sucumbido a él-, empezó la búsqueda de un nuevo mantra.
La respuesta vino en forma de "metas de inflación", según las cuales siempre que el aumento de los precios supere un tope establecido se deben aumentar los tipos de interés. Esta rudimentaria receta no se basa apenas en la teoría económica o en las pruebas empíricas: no hay razón para esperar que, "independientemente de la fuente de la inflación", la mejor respuesta sea incrementar los tipos de interés. Uno espera que la mayoría de los países tengan el sentido común de no aplicar las metas de inflación; mis condolencias a los desafortunados ciudadanos de los países que lo hagan (en la lista de los que han adoptado oficialmente las metas de inflación de una u otra forma están Israel, República Checa, Polonia, Brasil, Chile, Colombia, Suráfrica, Tailandia, Corea, México, Hungría, Perú, Filipinas, Eslovaquia, Indonesia, Rumania, Nueva Zelanda, Canadá, Reino Unido, Suecia, Australia, Islandia y Noruega).
Hoy en día resulta muy difícil aguantar el precio de los alimentos y de la energía
Hoy en día, las metas de inflación se están poniendo a prueba, y lo más seguro es que no la superen. Los países en vías de desarrollo se enfrentan a tasas más altas de inflación, no porque la macrogestión sea peor, sino porque el precio del petróleo y de los alimentos se está poniendo por las nubes y estos elementos representan una parte del presupuesto familiar medio mucho mayor que en los países ricos. En China, por ejemplo, la inflación está acercándose al 8% o más. En Vietnam está aún más alta y se espera que roce el 18,2% este año, y en la India es del 5,8%. En cambio, la inflación de Estados Unidos se encuentra en el 3%. ¿Significa eso que estos países en vías de desarrollo deberían aumentar sus tipos de interés mucho más que Estados Unidos?
La inflación en estos países es, en gran medida, "importada". El aumentar los tipos de interés no va a tener un impacto muy grande sobre los precios internacionales de los cereales o el petróleo. De hecho, teniendo en cuenta el tamaño de la economía de Estados Unidos, sería concebible que una recesión en ese país tuviera un impacto mucho mayor sobre los precios globales que una crisis en cualquier país en vías de desarrollo, lo que da a entender que, desde una perspectiva global, los tipos de interés que se tendrían que incrementar no son los de los países en vías de desarrollo sino los de Estados Unidos.
Si los países en vías de desarrollo siguen estando integrados en la economía global -y no toman medidas para aliviar el impacto de los precios internacionales en los precios nacionales-, los precios nacionales del arroz y de otros cereales están abocados a aumentar sobremanera cuando los precios internacionales lo hagan. Para muchos países en vías de desarrollo, el petróleo y los alimentos a precios elevados representan una triple amenaza: los países importadores no sólo tienen que pagar más por los cereales, sino que también tienen que pagar más para llevarlos hasta su país y aún más para repartirlos entre los consumidores, que puede que vivan a mucha distancia de los puertos.
El aumentar los tipos de interés puede reducir la demanda agregada, lo que es posible que ralentice la economía y frene las subidas del precio de algunos bienes y servicios, sobre todo de los bienes y servicios no comerciales. Pero estas medidas, a menos que se lleven hasta un punto intolerable, no pueden reducir por sí solas la inflación hasta los niveles estipulados. Por ejemplo, aunque la energía global y el precio de los alimentos aumentara a un ritmo más moderado que en la actualidad -por ejemplo, a un 20% anual- y esto se reflejara en los precios nacionales, para llevar la inflación general al 3%, pongamos por caso, sería necesario que los precios sufrieran una bajada acusada en otros lugares. Esto implicaría casi seguro una aguda crisis económica y un paro elevado. Sería peor el remedio que la enfermedad.
Entonces ¿qué se debería hacer? En primer lugar, no se debe culpar a los políticos -o a los gobernadores de los bancos centrales- por la inflación importada, al igual que no se pueden llevar los laureles por una inflación baja cuando la coyuntura global es propicia. Ahora se admite que gran parte de la culpa por el actual caos económico en Estados Unidos corresponde al ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos Alan Greenspan. Pero a veces también se le adjudica el mérito de haber mantenido una inflación baja en Estados Unidos durante su presidencia. Pero lo cierto es que en los años de Greenspan Estados Unidos se benefició de un periodo de descenso de los precios de los productos básicos y de la deflación en China, lo que contribuyó a mantener controlados los precios de los bienes manufacturados.
En segundo lugar, hemos de reconocer que unos precios elevados pueden provocar mucha tensión, sobre todo para los individuos con bajos ingresos. Las revueltas y las protestas en algunos países en vías de desarrollo son simplemente la peor manifestación de lo anterior.
Los defensores de la liberalización del comercio vendieron a bombo y platillo sus ventajas; pero nunca fueron completamente sinceros respecto a sus riesgos, frente a los que los mercados no suelen poder proporcionar un seguro adecuado. Hace más de 25 años demostré que, si las circunstancias lo permiten, la liberalización del comercio podría hacer que todo el mundo estuviera mucho peor. No estaba defendiendo el proteccionismo, sino más bien dando una nota de aviso de que teníamos que ser conscientes de los riesgos que había en contrapartida y estar preparados para enfrentarnos a ellos.
En cuanto a la agricultura, los países desarrollados, como Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea, aíslan tanto a consumidores como a agricultores de estos riesgos. Pero la mayor parte de los países en vías de desarrollo carecen de las estructuras institucionales -o de los recursos- para hacer lo propio. Muchos imponen medidas de emergencia como impuestos o prohibiciones a la exportación, que ayudan a sus ciudadanos, pero a expensas de los de otros países.
Si queremos evitar una reacción aún más fuerte contra la globalización, Occidente debe responder con firmeza y rapidez. Las ayudas a los biocombustibles, a raíz de las cuales los terrenos se dedican a la producción de energía en vez de alimentos, se tienen que revocar. Además, algunos de los miles de millones de euros que se han invertido en subvencionar a los agricultores occidentales se deberían emplear ahora para ayudar a los países en vías de desarrollo más pobres a cubrir sus necesidades básicas de alimentos y energía.
Y lo que es más importante, tanto los países en vías de desarrollo como los países desarrollados tienen que abandonar las metas de inflación. Los esfuerzos para adaptarse al aumento de los precios de los alimentos y la energía ya son lo suficientemente difíciles de por sí. La economía más débil y el paro más elevado que traen consigo las metas de inflación no tendrán un impacto muy grande sobre la inflación; lo único que van a conseguir es que la tarea de sobrevivir en estas condiciones sea aún más ardua.
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