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Columna
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Un milagro llamado Israel

Si Flavio Josefo, el mejor narrador de la derrota judía frente a las legiones de Tito en el año 73 de nuestra era, tuviera que elegir una expresión para definir el moderno Estado de Israel es muy posible que utilizara la vieja máxima latina non sequitur. Porque, evidentemente, Israel non sequitur. Es una conclusión ilógica, que no se corresponde con la premisa en la que pretende basarse: nace un Estado y al cabo de 60 años se consolida. Porque, si se aplicara la lógica, el Israel actual tendría que haber sido aniquilado varias veces en sus seis décadas de historia, como consecuencia de las invasiones y ataques lanzados por sus vecinos desde la declaración de independencia el 14 de mayo de 1948 como consecuencia de la Resolución 194 de la Asamblea General de Naciones Unidas, que decidió la partición de Palestina, bajo mandato británico desde la derrota del Imperio Otomano en la I Guerra Mundial, en dos Estados, uno, judío, y otro, árabe. (Todavía no había sido creada la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y los habitantes de la zona se consideraban parte de la Gran Siria).

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No había David Ben Gurión terminado de leer la Declaración de Independencia, cuando cinco ejércitos árabes invadieron el territorio asignado por la ONU a Israel, poblado entonces por menos de un millón de judíos, procedentes no sólo de la diáspora, sino de los establecidos en Palestina antes y después de la creación de la Agencia Judía cuando ni siquiera Hitler pensaba en escribir Mein Kampf. Porque, como recordaba recientemente en este periódico el escritor Marek Halter, la estructura estatal de Israel existía mucho antes de la declaración de independencia. Ahí funcionaban desde los años veinte, aunque muchos quieran ignorar los datos por incómodos, la central sindical Histadrut, la Kupat Holim o Seguridad Social, la organización de defensa Haganah, o varios periódicos, como Haaretz, fundado en 1919.

El resultado de la llamada guerra de la independencia es de todos conocido. Frente a todo pronóstico, los ejércitos árabes sufrieron una estrepitosa derrota, como ocurrió en la Guerra de los Seis Días de 1967 y en el ataque del Yom Kippur de 1973. Tras la ocupación en 1967 de la Cisjordania, Jerusalén Este y la franja de Gaza, Israel ofreció la paz a sus vecinos. El resultado fueron los tres infames noes lanzados por la Liga Árabe en su reunión de Jartum: no a la paz con Israel, no a la negociación con Israel y no al reconocimiento de Israel. Como dijo entonces Abba Eban, "ésta es la primera guerra en la historia en la que los vencedores piden la paz y los vencidos exigen la rendición incondicional".

Siempre se habla, y con razón, de la ocupación israelí como fuente de todos los males que envenena el conflicto entre judíos y palestinos. Pero la realidad es que cuando Israel ha ofrecido negociar, bien por deducción egoísta, bien por la presión internacional, o no ha encontrado interlocutor creíble o al poco tiempo ha tenido que hacer frente a las amenazas de las intifadas y el terrorismo indiscriminado. La reacción del Ejército a las amenazas de los terroristas palestinos puede ser, y de hecho es, desproporcionada. Pero no hay que olvidar que, entre 2000 y 2004, durante la segunda Intifada perdieron la vida 946 civiles israelíes.

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Que un país con los antecedentes de Israel esté obsesionado por su seguridad no debería extrañar a nadie. Sobre todo a la vista de las amenazas reales a esa seguridad procedentes de los tentáculos iraníes en la zona, Hamás y Hezbolá; de la actitud de Siria, anfitriona de las organizaciones extremistas palestinas, y de la amenaza real iraní, a la que se ha unido ahora el líder de Al Qaeda, Osama bin Laden.

Precisamente porque esas amenazas son reales, Israel debería aprovechar los pocos meses que le quedan en la Casa Blanca al presidente más proisraelí de la historia, George Bush, para ultimar un acuerdo en torno al establecimiento del otro Estado previsto por la ONU en 1947, el palestino, dentro del llamado "espíritu de Annapolis" de noviembre pasado. Eso sería lo justo.

Pero la realidad del país es otra. Como señalaba hace unos días Shlomo Ben Ami, el Estado de Israel es eminentemente "disfuncional" y cuenta con el sistema electoral más complicado y envenenado del mundo, que se traduce en una proliferación de partidos nacionalistas, religiosos, étnicos y de todo tipo que hace imposible un acuerdo nacional sobre temas vitales. Nada menos que 12 partidos se reparten los 120 diputados del Parlamento. Con esos mimbres es difícil articular políticas coherentes, incluso si se le supone buena fe a las partes.

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